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22 de marzo de 2022

Dejame escribir ...

 


53.

  Dejame escribir, dios del cuerpo. Por un ratito callate. Haceme la gauchada. Te tuteo sí. ¿Acaso no somos íntimos? Nos hemos golpeado tanto juntos. Hemos gozado tanto, también. Vos sos el tipo de las medidas: hasta aquí; este es el límite; del otro lado no se pasa, decís. Y yo acá: contra tiempo, canon y costumbre. Siempre dispuesto a pegar el salto y contrariarte. Antes me dabas todo para que yo pudiera expresarme. Pero desde que perdiste la capacidad de fluencia, secreción y néctar, me quedé bastante solo. Y frente a la atracción de otras pieles me quedé con las palabras. Solo palabras. Aunque son lengua divina, por cierto; la propia versión del idioma adánico. ¿Acaso el poeta eras vos? En esos poemas de 2011, 2012, 2013, que amasabas con puras lágrima y saliva, ¿decías las mismas cosas que yo digo ahora? Sí. Termino siendo yo el poeta. Pero mirá que eso es una desgracia. Porque veo todo tal cual es, nada puede engañarme, y me quedo más solo cada día. Ahora dolés, vas de tirón a flaqueza, de suspiro a quejido. Te terminás para mi nombre, dios del cuerpo.

 

Es un dios puesto para fallar. Claro que hasta la primera renuncia lo creíamos soberbio, a la par de los dioses exteriores, como esos de templos, iglesias, celebraciones.  De pronto uno comprende por qué las religiones cargan con una mayoría de ancianos. Porque se recurre para pedir ayuda, cuando un no logra mejorar la conducta del dios del cuerpo. Los pedidos de ayuda domésticos, las lágrimas sobre la mesa invadiendo los alimentos, no son cosa buena. Nadie los soporta. Será que nos hemos creído inmortales mientras llevamos más de animal que de humano –confirmado, don Borges–, y cuando el pobre hombre se nos achaca, vemos el destino individual como una verdadera tragedia. Será.

(c) Carlos Enrique Cartolano. "Scherzo", 2021

Ilustración: Clasicismo (c)

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