53.
Dejame escribir, dios del cuerpo. Por un ratito callate. Haceme la gauchada. Te tuteo sí. ¿Acaso no
somos íntimos? Nos hemos golpeado tanto juntos. Hemos gozado tanto, también.
Vos sos el tipo de las medidas: hasta
aquí; este es el límite; del otro lado no se pasa, decís. Y yo acá:
contra tiempo, canon y costumbre. Siempre dispuesto a pegar el salto y
contrariarte. Antes me dabas todo para que yo pudiera expresarme. Pero desde
que perdiste la capacidad de fluencia, secreción y néctar, me quedé bastante
solo. Y frente a la atracción de otras pieles me quedé con las palabras. Solo palabras.
Aunque son lengua divina, por cierto; la propia versión del idioma adánico. ¿Acaso
el poeta eras vos? En esos poemas de 2011, 2012, 2013, que amasabas con puras lágrima
y saliva, ¿decías las mismas cosas que yo digo ahora? Sí. Termino siendo yo el
poeta. Pero mirá que eso es una desgracia. Porque veo todo tal cual es, nada
puede engañarme, y me quedo más solo cada día. Ahora dolés, vas de tirón a
flaqueza, de suspiro a quejido. Te terminás para mi nombre, dios del cuerpo.
Es un dios puesto
para fallar. Claro que hasta la primera renuncia lo creíamos soberbio, a la par
de los dioses exteriores, como esos de templos, iglesias, celebraciones. De pronto uno comprende por qué las
religiones cargan con una mayoría de ancianos. Porque se recurre para pedir
ayuda, cuando un no logra mejorar la conducta del dios del cuerpo. Los pedidos
de ayuda domésticos, las lágrimas sobre la mesa invadiendo los alimentos, no
son cosa buena. Nadie los soporta. Será que nos hemos creído inmortales
mientras llevamos más de animal que de humano –confirmado, don Borges–, y
cuando el pobre hombre se nos achaca, vemos el destino individual como una
verdadera tragedia. Será.
Ilustración: Clasicismo (c)
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