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22 de marzo de 2009

Tras la cuchilla

--En el Bar Central--

A mi compañero de la infancia, José Jaime

El manco Vara había vivido dentro del impreciso espacio que media entre el dicen que dicen y el yo lo he visto con mis propios ojos. Espacio que a veces es como el tiempo ido. Escaso, borroso y fatuo. Insuficiente, además, ya que los personajes que son más por mentas que por historias enteras, viven en una proeza permanente, incapaces de echar raíces, montar y desmontar dormitorios donde descansar y reponerse, bancos o escritorios en los que estudiar o trabajar, hijos –sobre todo hijos- en los que legar miradas que terminan siendo densas como religiones personales. Así –oscuro y de evocación difícil- fue el manco Vara, del cual al día de hoy se testimonian once muertes, excarcelaciones decretadas mediante salvoconductos políticos y vapores etílicos compartidos noche tras noche siempre en el mismo arrabal de tras los rieles. Liturgias del malevaje que consagraba liderazgos, respetos bastante parecidos al santo temor y esa educación informal pero completa que permitía entenderse en tan estrecho espacio hasta con la mirada o con alguno que otro ademán.
¿Y cuál era ese tiempo? Parece imposible que se pongan de acuerdo los que cuentan los cuentos que vienen circulando desde quién sabe cuándo, con los que afirman haberlo visto de muy pichones, como el Beto o el propio José que quizás confunden contemplaciones con una prodigiosa imaginación juvenil que entonces todo lo pudo. Por eso, unos lo ponen al servicio de la causa del yrigoyenismo, otros del complot antipersonalista y aún algunos más del peronismo. Vara tras la cuchilla, poder popular definitivamente consagrado, al cual se temió y se respetó en todo tiempo. Patrocinio orillero del que supo valerse tanto el doctor Ayala Torales, como el sastre Torrente, al que temieron sin duda los últimos esbirros de Justo, ¨el carne picada¨ y pocos más, y al que respetó a conciencia el marxista leninista Alexis Echegaray.
Había además un carrero Vara y un manco Vara, según se hablase de él cuando era antes o cuando era después del escopetazo de Anguita. Uno y otro eran inseparables de la cuchilla, o bien oculta tras el vellón de oveja pampa que cubría el pescante del carro o bien prieta en el puño derecho de Vara, estuviera antes o dejara de estar después el brazo izquierdo.
Esa cuchilla, que de la mitad de su hoja hasta la punta se parecía bastante a una daga de tanta afilada precaución, y que de su filo posterior hasta el cabo de madera aceitada parecía igualarse con la piel del propietario, de tan íntima, de tan liviana y entrañable. Esa cuchilla fatal que domesticó el aire en tanto duelo criollo habido entre carros en descanso y boliches apenas iluminados, casi donde la ciudad atlántida desvanecía de tanto campo en torno, con paisanos silenciosos cabeceando y mujeres que berreaban sus inseguridades.
Demostraciones de hombría en las que terminaba por mandar el vino, al punto de que los recuerdos se evaporaran de cada uno como el mismo néctar de las damajuanas. Claro que nunca tanto como para modificarles honorabilidad y lealtades de paisanos sureños bonaerenses a esos hombres enjutos, sacrificados de día y libres por la noche de peludeo en peludeo.
Una cuentan en que le perdonó la vida al negro Machado, el peón de carga de la ferretería de Merino, que enredado con las riendas de la caballada en pleno duelo criollo cayó desarmado al piso. Y supo tenerlo en tales circunstancias al arbitrio y disposición de su cuchilla el manco Vara, que digno fue al respetar la humanidad de su ocasional enemigo, y muy lejos de ultimarlo lo ayudó a reincorporarse abandonando al cabo el campo de batalla. Varias más, de las necesarias tareas de limpieza que ejecutó para sus jefes políticos en vísperas de elecciones. Contradictorio en ocasiones, cuando transitaba del rol de perseguidor al de perseguido, solidarizándose con víctimas sufridas por injustas encerronas. O perdido durante días enteros entretenido en proteger la sonrisa complacida de su fresca concubina.
Se decía del manco, pero se decía sobre todo de su cuchilla. Digna cuchilla como que detrás de ella estaba Vara, y que ambos eran sólo un arma, independiente, individual, completa y eficiente. ¿De qué serviría el filo si no tuviera el ímpetu de Vara urgido desde el cabo? ¿Y de qué se valdría la furia moral del gaucho si no fuera por esa punta brillante y filosa, capaz de trazarle sangrías hasta a la misma luna?
Y por supuesto vuelve a contarse una y otra vez el relato del brazo izquierdo, volado una noche a puro escopetazo de don Anguita, el dueño del boliche, cuando el hombre era enfrentado sin remedio por la cuchilla y por la sinrazón detrás del indoctrinado Vara. Claro que al final de este relato vuelven a recordarse todos los vinos que el autor del escopetazo compartió con Vara ya sin su brazo izquierdo, superados enconos y ocupados como estuvieron después en sorber sus vidas.
Historias que se contaron en las rondas de los bares de arrabal, en El Gaucho, o en Adelante los que quedan, o en el de Gonzalito, bolichero vestido de blanco perpetuo, como un pasajero del más allá incontaminable. Y hasta en el boliche que andando los años abrió en la calle Colón, el mismísimo Alexis, transformado por influjo doctrinario en antro de la izquierda, cuando se vivían vísperas de la masacre de Trelew.
Algunos que se apuntan como cronistas o historiadores dicen que Vara llevaba sangre tehuelche. Hasta que estaba emparentado con los Antenao, y que por eso siendo más mapuche que tehuelche, acostumbraba a cargar vellones de ovejas pampas y supo hacerle los transportes al alto Nardini y a su socio Suardi.
Los más románticos cuentan que ya manco, Vara supo enamorar a la Mirta, hermana de Norma Juárez, y que convivieron bajo el mismo techo en Villa Mora. Y que como las chapas del rancho estaban pobladas de agujeros, los paisanos las fueron cubriendo con quinua, el cereal litúrgico de los incas. Un yuyo, dicen, que crece en los baldíos de la orilla, y que mantiene bien alta la dignidad criolla.

(c) Carlos Enrique Cartolano. De Completar la mirada, 2011.