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28 de diciembre de 2011

Quintetos inocentes



Exhalación

Sobre manos antiguas bulle el tiempo
No cuento adelante ni detrás. No me cuenta
Con lo que falta ni con lo que pasó
No vencido ni prematuro. No: no queda tiempo
Fuera de unas manos breves y pulidas.

Quinto

Son cuatro falta un quinto: el que sacude
El manzano levanta la voz ronca ríe risa sonora
Ése resta para la suma lánguida y opaca
Sin el quinto que sacude iras frustraciones
Y llantos. ¿Lo conocen? ¿Lo convocan?

Inocentes

Lágrimas en el valle de inocentes. Llanto
Por los que ya no existen: agonía
De los que aún parten la tierra mascan
El freno y han renunciado al alarido.
Son lágrimas filosas como sentencias.

(c) Carlos Enrique Cartolano. Brida, 2011.

26 de diciembre de 2011

Quintetos digitales





Perfil

Esta imagen: esa tu cara
Quién sabe cómo es fuera de mí
Cómo pueden verla cientos y miles
De visitantes. Tu perfil es aire
Que respiro y me penetra las manos.


Colada

Por eso digo que no te parecés
A vos cuando estás aquí contenida
Cuando te vemos yo mi conveniencia
La propia espera: el plato en que gotean
Unas pocas palabras.


Carencia

Competimos por alcanzar las tierras altas
Peleamos todos contra todos
Por la rostra: una idea central un espíritu
Que habitara todo y todos. Y qué nos queda
Con Dios pendiente y sin amor.


Mundo digital

Es digital basta tocar: un solo clic
Y podré estar a tu lado
O esperándote en el porch de tu casa
Escudándome del viento con arena
De la playa. En tu boca y en tu corazón.

(c) Carlos Enrique Cartolano. Brida, 2011.

23 de diciembre de 2011

Quintetos de regreso




Luces del horizonte

Bajo llave la noche sin frontera sin luna
Cerrados la boca y los puños
Sólo apostar por luces del horizonte
¿Pero cuál de esos guiños? ¿Qué mirada
Llama alcanza y enciende inflama?

Desorientados

Ronca estática del cíclope. Nadie
Ronda cerrando lazos y preguntas:
¿Hacia dónde? ¿Hacia dónde
Apunta el corazón amor dónde abreva?
Los caminos bifurcan y diluvia diluvia.

Giros

Giramos con la aguja. En esta hora
De brújula inestable giramos giramos
Copiamos locura de otros. Calcamos
a otros la locura propia. En esta hora
De enloquecida brújula llueve.

Palomas

Depuesto el mareo asienta la mañana
Entre luces de gala aquí las palomas
Todavía arrullan trasladan plumas
Del aire a la ventana. Aunque nadie
Parece mentira nadie diga por cuánto más.

Amebas


por Ángeles Prieto Barba

 


Cuentan que Isaac Albéniz, mientras impartía clases de piano por las tardes para mantener a su familia, un buen día escuchó cómo un aventajado alumno, muy formal, le regaló una interpretación del Claro de Luna de Beethoven absolutamente perfecta, sin ninguna tacha o error técnico que pudiera reprocharle, pero con idéntica pose fría, el mismo rostro hierático y aplicado con el que entró.

-          ¿Usted tiene esposa, muchacho?, le preguntó.
-          No, maestro, soy muy joven para siquiera planteármelo.
-          Entonces, ¿tendrá novia?
-          No tengo tiempo, tengo mucho que estudiar, aprender y practicar.
-          Pues mejor que vaya dejando esto pronto, caballerete, para la música no sirven aquellos que tienen en las venas sangre de horchata.

La brusca respuesta de Albéniz respondía a su carácter expeditivo, enérgico y apasionado, pero tenía razón. Pues nulo arte puede mostrar quien nada tiene que ofrecer. Así, si reducimos música, pintura o escritura a la mera exhibición glamourosa de la inteligencia o supuesto talento de sus autores, sin intento alguno de comunicación con quien pueda mirarlos, aspiración de la que brota esa emoción necesaria, todo quedará en humo, en nada.

Pues el amor, ese esfuerzo irracional que debemos realizar para comprender, empatizar, entrar en una misma sintonía con alguien distinto, no compatibiliza nada con la egoísta contemplación del ombligo propio, ni siquiera del ajeno, si ese otro no sirve más que para adornar el nuestro, para ser objeto de envidias al contar con compañía supuestamente grata.

Las relaciones entre hombres y mujeres han variado muchísimo en estos últimos años, volviéndose ahora increíblemente hoscas tras la lucha, el éxito y la celebración conjunta de la tan añorada igualdad por los dos sexos que se llevó a cabo en los años sesenta y setenta, tan lejanos. La equivocada traducción que realizaron algunos hombres y mujeres de la palabra feminismo por la de competición, ha conducido al varón a la lejanía y a la indiferencia, cuando no al rechazo frontal del compromiso y el esfuerzo necesario para la perdurabilidad de toda relación enriquecedora, esa que sólo puede darse entre inteligencias y sensibilidades parejas, iguales.

Del mismo modo, las mujeres a diario cumplen con sus roles público y privado, ambos con altos niveles de exigencia y competición, obligadas a demostrar siempre su valía, apresuradas, frustradas, corriendo de un lado a otro, sin apenas tiempo para el cuidado e imaginación que su pareja necesita y al que frecuentemente relega, debiendo colocar entre sus disponibilidades temporales al varón mucho después del eficaz ejercicio de su trabajo y del cuidado amoroso de los hijos.

Pero aún en estos tiempos “profesionales” el amor no sólo es factible, sino también muy necesario. La naturaleza acaba por rebelarse dado que nadie puede continuar mucho tiempo en este mundo brutal sin siquiera una caricia comprensiva, un hombro en el que apoyarse.

Algo tan sencillo de resolver como adoptar ante quien nos interese una actitud distinta. Abierta, honesta y gentil en el trato, comprensiva y no agresiva. Toda esa magia que estalla cuando, en creativa armonía, uno puede comprender todos los guiños que le hace el otro, cobrando sentido cada vieja y cada nueva palabra que en el diálogo amoroso se establece, sin otro fin ni aspiración que la de llegar al corazón ajeno, es lo que se ha perdido. El diálogo, verdadero vehículo del amor, constituyendo el preponderante y sobrevalorado sexo tan sólo una prolongación gimnástica del mismo.

Lo que Cortázar intuyó y definió como la comunicación amorosa cómplice y sin censuras, con aspiración a convertirse en interminable, que sólo puede darse con la premisa del respeto admirativo, de una confianza absolutamente inquebrantable cuando uno es capaz de amar con verdades, con los ojos sabios y bien abiertos, aceptando debilidades, indecisiones, defectos, no hablemos siquiera en cuestiones de pareja de la falta de peculio o de un currículum académico o artístico por el que esta sociedad tan competitiva, ciega e injusta, se guía para premiar siempre a los mismos listos. Sociedad fascistoide que nos divide en arañas sin escrúpulos, trepadoras y encumbradas, frente a patéticos insectos aspirantes, mucho menos miserables.

Porque siquiera en nuestros días, ¿el diálogo se puede conseguir? ¿El amor eterno, acaso perdurable, es posible? Existe, yo soy testigo y puedo exponeros un ejemplo. Pues hace años, durante la reproducción en vídeo de un documental biográfico, contemplé a una muy risueña pareja de ancianitos que entablaron ante las cámaras una conversación brillante. Mucho más que eso: una plática tan llena de humor, tan inteligente y chispeante que me hizo de inmediato rebobinar la cinta cuando terminó, a fin de que constatar de nuevo lo que allí había sentido y escuchado. Pues aquellos abuelos, llamados Igor y Vera, no sólo se limitaron a repasar su vida entre convulsiones sociales e históricas, grandes nombres propios, reflexiones filosóficas, amigos famosos y otros por completo desconocidos, defectos y problemas mutuos que lograron solventar apoyados el uno en el otro; no, más bien se dedicaron gestos, ideas y palabras tan alegres, lúcidas y jóvenes, que dejaron fuera a la cámara por completo, que lograban parar el tiempo. Eran ellos dos, la alegría que se transmitían el uno al otro, lo que te atraía. Si el amor es el menor espectáculo del mundo porque sólo dos así lo ven y así lo sienten, aquello trascendía y podíamos contemplarlo todos.

Y más tarde, yo sólo pude agradecer que el viejecito Igor se apellidara, además, Stravinsky y que hubiera sido el mayor compositor que nos legara el siglo pasado, para lanzarme como una loca a conocer su historia mutua y sus secretos, pues llevaban así de felices sesenta y siete años, tiempo que va desde que se conocieron en París en 1921, hasta 1968 en que fue realizado aquel reportaje.

Sí, pues a Igor Fiódorovich Stravinsky (1882-1971) un amigo común, tras una época de fama, vida loca y francachelas, años de juventud disipada en soledad acompañada, lo notó muy triste y deprimido. No era para menos, pues en aquellos tiempos Igor pensaba tirar por completo la toalla de la composición y volver a Rusia para vivir allí dando clases, quizá bajo la sombra atroz de la culpa pues, mientras ganaba y dilapidaba dinero en París, acompañado de las estrellas del momento, como su amante Coco Chanel, en Rusia permanecía su familia, su esposa Katerina Nossenko y sus cuatro hijos, uno de los cuales, junto a su mujer, aquejados seriamente de tuberculosis.

Así pues, este amigo decidió que para animar al feo maestro de “La consagración de la primavera”, a fin de que aparcara el alcohol y las fiestas y volviera a componer, debería presentarle a alguien muy especial, como resultó ser aquella rusa parisina, la alegre bailarina Vera Sudeykina de Bosset, bastante más conocida en el mundillo por su carácter risueño, sus agudas contestaciones y sus chistes insidiosos, que por el arte de su danza. 

Vera tampoco era feliz, pese a su carácter divertido y bromista ante las penurias y adversidades de la vida bohemia. Pues toleraba un matrimonio complicado y sin hijos con Serge Sudeikin, pintor y diseñador de escenarios, de quien se separó al poco tiempo de conocer a Igor, cuando decidieron buscar un refugio donde poder encontrarse a ratos.

Porque su encuentro no supuso un flechazo, ni siquiera un fulminante amor fou  que les hiciera tirar todo por la borda y hacer daño ajeno dado que, durante dieciocho años, Vera e Igor decidieron que en modo alguno su amor debía molestar a la familia rusa de Stravisnky, por lo cual en este periodo la vida del compositor transcurrió entre Moscú y París continuamente.

Sin duda, en estos tiempos a él todas lo criticaríamos sin piedad: ¡oh, el sagrado compositor burgués que, con su doble vida, arrastra el nombre de la esposa por el fango!, ¡debería él también haberse divorciado!. Pero el caso es que la vida, si algo nos enseña, es a intentar comprender y no juzgar, vidas ajenas. De hecho, la enfermiza Katerina conocía bien la existencia de Vera e incluso la aprobaba. Murió en 1939, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, junto con la madre de Stravinsky y su hija menor, Mika. Y en 1940, Vera e Igor, ante la situación bélica no exenta de riesgos, a Nueva York marcharon iniciando allí una larga y plácida vida feliz de la que todos fueron testigos hasta la muerte del maestro, que ahora yace en Venecia, en la isla de San Michele, muy cerca de la tumba de su amigo el gran Diaghilev.

El caso es que la influencia de Vera en la vida de Igor fue creciendo hasta convertirse en imprescindible e irrenunciable, pues tras su conjunta afición por la literatura  (W. H. Auden, Eliot, André Gide) hizo que éste emprendiera una carrera musical increíble e inquieta, plena de transformaciones, con muy diversas etapas de las que hoy podemos disfrutar todos: Octeto (1923), Oedipus Rex (1927), la increíble ópera The Rake progress (1951) basada en las pinturas de William Hogarth, Tres canciones de Shakespeare (1953),. In memoriam Dylan Thomas (1954) entre otros muchos títulos.

Pero antes de que los prejuicios actuales nos lleven a lamentar que Vera sólo fuera sombra tras los despliegues virtuosos del gran maestro, déjenme recordarles que el compositor genial, así como la simpática Vera, fueron también sombra tras esa obra musical, aquel despliegue de amor que nos legaron y lo único que debe importarnos. Ellos fueron felices.
        
Todos seremos huesos, polvo, ceniza y olvido. Pero mientras, no podemos ser más que amebas tristes, arrastrándonos penosas, si no contamos con el cálido amor de otro.

18 de diciembre de 2011

Más quintetos de oriente



Soledades





Risas en las escaleras


¿Suben o bajan? Suben:


Risas más livianas que el aire


De la ciudad: enfermo de sirenas


Alarmas desbocadas/ Llantos.










Soledades II




La noche acoge este insomnio


Junto a múltiples ladridos.


Distancia. Llamado. Respuesta:


Agonía o encuentro. Aleatoria


Como el mismo amanecer.




Soledades III




Mis hijos se disponen ahora


En anaqueles de biblioteca.


Esperan como libros a medio leer:


Hay que buscar la marca. Volver


La página y ponerse al día.




Soledades IV




Fue necesario ocultar


El silencio. Buscarse manos


Y pies y besos propios y sed


Que saciar y cercadas noches:


Descubrimiento y conquista.

12 de diciembre de 2011

El milagro de la Santa




por Ángeles Prieto Barba

            A Daniel Moyano 

Mucho más luminoso que un día de Corpus fue para mí cuando mi padre, terminada su jornada como policía municipal, apareció subiendo los escalones de nuestro quinto piso cargado con pequeñas banderitas de colores. ¿Qué le traigo hoy a mis niñas, qué? Pues me recuerdo entonces dándole una y mil vueltas al triste boniato guisado que constituía toda mi cena, cuando había cena, claro, y escuchando los gritos de mi hermana mayor obligándome a que me lo tragara de una vez. Las letanías y sermones de todos los días, aquello de que los pobres no podían hacer melindres y ascos a la comida. Sólo que yo ya estaba ahíta, llena, harta de un hambre que sólo se saciaba con lo mismo. Y pensaba ya en mi cama en dormir y dormir hasta desaparecer, como muchos de los niños que conocí y que durmiendo un día se fueron volando al cielo, como me contaron, para nunca más volver. Y a los que un día los mayores velaban, como angelitos perdidos.

         Las extrañas banderitas, de azul y plata, que mi padre nos regaló dándonos  besos esperanzados, eran para mañana. Le brillaban los ojos mientras nos contaba una historia maravillosa, un suceso celestial que ocurriría al día siguiente. Porque por lo visto a las diez, cuando el sol brillara ya en lo más alto, se esperaba que arribara a nuestra isla una santa, una santa real y verdadera escapada dios sabe de qué estampita, y que, compadecida de nosotros, venía a quitarnos nada menos que el Hambre. O al menos, eso fue lo que yo le entendí, entre frases entrecortadas de apariciones, milagros y venturas para siempre jamás. Y yo siempre creí en los soñadores ojos de mi padre y nunca puse en duda sus historias, y si me decía que mañana vendría no una santa, sino la mismísima Virgen, hasta aquí llegaría para poner fin al grito de nuestros estómagos. Aunque me conformaba entonces con menos, importándome mucho más que acabara con el olor del hambre, esa peste que no me dejaba comer, que con el hambre misma. Que acabara con ese tufo nauseabundo que dejaba las escamas de mi piel cuando fregaba el suelo, con el fétido aroma de mis manos y uñas agrietadas por los restos de carbón para la cocina, con la infecta colonia del aguarrás y la lejía, únicos perfumes que me eran dados a oler en aquellos días de la miseria y del trabajo duro. Y yo sólo era una niña.

         Esa noche me acosté entre dulces ensueños, imágenes amables en que una alta señora, hermosa, alta y limpia, se me acercaba entre rosadas nubes de algodón dulce portando para mí el globo del mundo que, eso sí, era todo de color rojo y tenía un olor extraño y místico, como si fuera un mismísimo queso de bola. La dama me sonreía y mojando sus largos y elegantes dedos me quitaba con su saliva, como untándome con su sagrado óleo, los churretes negros de la mejilla. Y recuerdo que me dormí besando con amor, casi mordiéndolo, el pequeño trozo de almohada que me correspondía, sin importarme por esa noche los feroces pellizcos que mi hermana me daba siempre para hacerle más sitio en la cama.
        
         Al día siguiente, todo fueron prisas. Recuerdo que era domingo, pero la llegada a Cádiz de una santa de las de verdad hizo posponer a  toda la ciudad el acudir a misa para más tarde. Entonces mi hermana Carmela me agarró del brazo, me lavó raudamente con la esponja áspera, me colocó el traje azul de los pespuntes, cambiaron mis chanclas rotas por los viejos zapatos de Angela, que me quedaban muy grandes, recolocaron mi pelo en dos coletas torcidas, y las gemelas charlatanas me arrastraron apresuradas después. Y yo sentía, llevada en volandas, transitar por un nuevo día feliz y mágico, en el que no tenía tiempo siquiera para miedos y ensoñaciones que los itinerarios gaditanos siempre proporcionan. Atrás quedaron los callejones de San Juan con sus faroles rojos de amores portuarios, la mole imponente de la Catedral y la oscura esquina pasional de los Piratas, sin que yo me dignara hacer ningún comentario, ni observara ninguna novedad.

         Mis hermanas parlanchinas, en cambio, no dejaron de hablar todo el rato, entre cuchicheos algo descuidados, porque esta niña soñadora sí que se enteraba.

-          ¿Ves cómo al final es mal negocio ser honrada? Ahora la veremos. Dicen que se dedicaba a la mala vida antes de pescar al gran hombre. Y claro, así aprendió todas las mañas que a ellos les gustan.
-          Lo que es seguro es que era actriz y por allí, ya se sabe que van llenas de joyas, pieles y trajes elegantes. Lo que pasa es que en América los hombres están obligados a mantenerlas por todo lo alto, pues si no, los dejan, y entonces se buscan a otro y ya se sabe que los cuernos es lo único que ellos no soportan. Lo que sí es buen negocio es tratarlos mal. No como haces tú con tu Fortunato, infeliz, que hasta le llevas la comida al trabajo.
-          Oye tú, solterona, que Fortu me quiere, que nos casaremos cuando juntemos para la casa. Y yo prefiero esperar, lo que no me da la gana es meterme en la casa de vecinos con la madre, de eso nada. Lo que pasa es que aquí somos unos desmayados y unos muertos de hambre, no como en América. Mi Fortu me contó que, por lo visto, allí todo es muy grande y por eso a quien llega el gobierno le da tierra propia, buenos y grandes cortijos, donde crían animales y la hierba crece sola. Y con suerte, algunos tienen en ellos hasta árboles, que aquí no hay, algunos con nombre raro, ombú, me parece que me dijo, donde igual que aquí caen peras, allí dan esmeraldas. ¡Así cualquiera!
-          Pues si en América todo es así, tu te quedas aquí con tu Fortu que yo mejor me voy a buscar uno de esos guachisnai que vienen al puerto.
-          Sí, igual que Mariquita Pe, que se lió con un viejo horroroso y se la llevó a Puerto Rico... ¡ni por todo el oro de América!. No, yo me quedo con mi Fortu...
-          Oye, corre más, que no llegamos.

Y llegamos, claro que sí, después de varios rodeos alrededor de la Plaza, dejando atrás más recovecos acogedores para soñar: el callejón de los negros, la esquina de los flamencos, la cuesta de la jabonería, la posada del mesón y el palacio de los Lasquetti. Espacios donde las piedras me hablaban de remotos parajes, de estampas lejanas en el tiempo y en el espacio que hicieron en mi mente acabar de improviso la incesante perorata de mis hermanas gemelas, cacareo sin sentido que me hacía vislumbrar un futuro gris, más desangelado aun que el boniato que me servían de cena todas las noches. Porque esa captura de hombres domésticos, hombres como refugios o trampolines sociales, parecía constituir la única aspiración de sus vidas. Varones muy diferentes a los que yo quería para mí, hombres como onzas de chocolate o como ráfagas de viento que vinieran a raptarme a mí y no yo a ellos. Que me acompañaran por caminos y mares lejanos, por sendas no transitadas de aventuras y conocimientos, que me arrancaran de cuajo y sin vuelta de hoja de esta vida negra que el destino parecía haberme ya trazado. Pero seguimos andando en el presente, por lugares despejados de otros seres que tuvimos que recorrer apresuradas para alcanzar, por fin, uno de los cinco embudos con los que se llega a la plaza de San Juan de Dios, toda ella cubierta por una multitud coloreada por las extrañas banderitas de mi padre.

Mis hermanas, avispadas como todas las hembras de la familia, lograron abrirse hueco entre la multitud entre codazos y empujones varios, hasta colocarse en primera línea de avistamiento. No tenían intención de perderse ningún detalle: el peinado que después copiarían o el vestido que tratarían torpemente de reproducir luego con una tela más basta, eran sus principales objetivos del examen que esperaban realizar a la Santa. Y yo mientras sobrecogida, aun con fe en la llegada de ese ser milagroso que vendría a quitarnos el hambre, según refirió mi padre.

Y así transcurrieron quince o veinte minutos bajo un murmulleo creciente y un sol implacable y yo ya no sabía dónde colocar los pies en aquellos zapatos de número superior al mío. Los del gobierno habían dispuesto una larga y delgada alfombra roja desde la puerta de la alcaldía hasta la entrada del puerto, lujosa diagonal que rompía en dos mitades aquella plaza para que la santa pudiera levitar por ella y después, previsiblemente, pudiera bendecirnos desde el balcón presidencial. Y entonces, entonces, los murmullos se volvieron gritos y un enorme coche, grande y negro, se paró justo ante el inicio del alfombra.

-          Fíjate la señorita, no puede venir andando desde el puerto, y eso que son dos pasos.
-          Cállate. Ahí está.

Efectivamente, allí estaba. Le abrieron la puerta de atrás y vimos deslizar una larga y delgada pierna y después la otra, piernas suaves y depiladas cubiertas por unas hermosas y fascinantes medias de seda, objeto casi irreconocible por estos lares. Y después vimos sus manos, largas también, pero huesudas y nerviosas, que se posaron sobre las del agente repeinado que caballerosamente le ayudaba a bajar. Y los gritos de la gente fueron a más cuando la contemplamos entera: alta, delgada, elegante y sobre todo rubia, muy rubia, recogido el pelo con un moño imponente y un alegre sombrero blanco con una pluma azul.

-          No es rubia, es teñida, ese rubio es de bote. Y además el moño que luce está hecho con pelo postizo. Fíate de mí que sé de peluquería.
-          Oh, pero ¡qué elegancia!

Porque de hecho, la dama lucía un porte que cortaba la respiración. Ya de por sí espigada, parecía andar por la alfombra de puntillas y estirando el cuello, a una altura inalcanzable para el resto de los mortales que la contemplábamos admirados. Y se tomó su tiempo, claro que sí, en erguirse y sonreír orgullosa, despojarse lentamente de unos pequeños guantes blancos y saludar abierta y segura a la multitud de ropajes negros y remendados y de rostros castigados que la contemplábamos. Y se deslizó lenta, perfectamente copiada la actitud de aquellas reinas y heroínas europeas que estudiara hace mucho tiempo y emitiera en sus seriales. Al fondo, le esperaba un alcalde con bigote, gordo y calvo, estampita perfecta que el franquismo destinaba a cada municipio, y una niña muy atildada, con tirabuzones rubios y trajecito de organdí que portaba un enorme ramo de rosas rosas, cursilada haciendo juego, mucho más grande que ella.


Hacia la mitad del recorrido, casi a la altura donde yo me encontraba, el ramo y la niña se adelantaron hacia la dama realizando una complicada genuflexión de homenaje principesco. La pequeña Shirley Temple a duras penas pudo sostener el ramo con una mano y recogerse modestamente el vestidito con la otra, para agachar una rodilla e inclinar su cabeza, a modo de saludo. Y a modo de sonrisa, la dama hizo una mueca y recogió el ramo con un brazo, mientras su otra mano se posó levemente entre los lustrosos tirabuzones dorados. Y todos aplaudieron y hasta se escucharon algunos vítores, mientras yo acercaba mi nariz para percibir de lejos el olor de santa que, mezclado con el de las rosas, intentaría recordar cuando quisiera olvidarme del otro, del de siempre, del olor del hambre.

Pero la santa no sería santa sin hacer un milagro, que desde el tiempo y la distancia desde la que cuento esto, pienso que igual estaría ensayado, preparado, amañado o estudiado. O quizás no. El caso es que la santa se volvió, achicó los ojos, estudió a la multitud y se dirigió a mí... ¡a mí!, un manojo de nervios sucios vestida de remiendos, calzada con chanclas rotas y dos coletas morenas y torcidas. Porque ella no podría ver otra imagen que ésta que tristemente describo. O quizás vio a alguien más, o tal vez, como dijo mi padre cuando nos enteramos que murió, lo que percibió al verme fue la niña que había en ella, la que llevaba dentro, la niña mísera que todavía conservaba tras tanta sobrecarga de joyas y oropeles. Pero se acercó, cesaron los gritos, cuchicheos y murmullos de la gente y de repente, ella se agachó, ¡se agachó!, hasta ponerse a mi altura, acariciarme las coletas y preguntarme ¿cómo te llamás?. Y su voz era ronca y cálida, en un acento extraño, áspero y acariciante. Y mis ojos se agrandaron asustados y admirados y le sonreí y a duras penas le dije que mi nombre era Eva, Eva Martínez pa servirla a usted. Eva como yo, me dijo. Y sonriéndome, me dio el ramo, que es tan hermoso y huele tan bien y es para ti, para que nunca me olvides. Y jamás lo haré, te lo prometo, mi señora. Y me besó en mi sucia cabeza y se irguió y se marchó, hacia los discursos, hacia la gloria. Eso hacía ella, mientras que yo, ya santificada, terminé por hundir mi carita embriagada entre las rosas, bendecida por su olor, cual cabecita  negra de este hemisferio.





           

3 de diciembre de 2011

Quintetos en umbrales y vidrieras




Huída

Una mujer entre las sombras
Junto el bolso atestado de miedo
Ropa y desamores. Mira a la sombra
Ni siquiera a su interior inundado
De miedo ropa y desamores.

Contemplación

Desorbitado mira al infinito
Contempla lo peor imaginado antes
Y poco después en el mismo umbral
Frío y maloliente. Lo mismo que yo
Mientras escurren silencio y falsedades.

Agenda

Las veinte después de la oficina
Y las novelas pero bastante antes
De las películas ellas disponen
Una agenda egoísta: guardan
Lo mejor en bolsas de supermercado.

Charquito

Un charco refleja gloria y sueños
Pero cubre estiércol y caídas.
Charquito que no llegará a mañana
Comparte chapaleo de primeros pasos
Y causa de muertes prematuras.

Nuevos quintetos de oriente



Voló

Harto del que asoma y no convence
Del que desenvuelve sin encuentro
De roturas entre manos cascanueces
Cansado del cuerpo traidor. Del rastrón
De algunas tardes y casi todas las esperas.



Candentes

Apenas se levanta. Casi canta:
Herrero de cresta amarilla luce
Y dilucida su chispa al oscuro
Disuelve en fúmina mezclado atardece.
Perfora/ Iguala/ Finalmente diferencia.



Vientos

Del fagot la broma sinvergüenza
Cala en oboe/ corno y clarinete. La flauta
Alza el montacargas melódico y satura
Color celeste: Lo que desata sube
La atadura hunde en barro y escarlata.


(c) Carlos Enrique Cartolano. De Brida, Quinteto de oriente.