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26 de noviembre de 2009

Una idea central




Capítulo 35


El instituto amaneció cerrado el 12 de marzo. El día avanzó sobre una realidad que todos veían cernirse sobre las cabezas, pero de la que nadie hablaba. El instituto estaba cerrado porque no se habían recibido inscripciones, los pocos docentes que quedaban habían decidido conformarse con los puestos públicos, y Fermín no estaba casi nunca.

¿Y si se mudan? ¿Y si se van a algún lugar donde no los conozcan, donde puedan vivir en paz, sin estar en la boca sucia de tantos? Y Adela o Fermín contestaban, sólo cuando pensaban que los comedidos preguntaban de buena fe: ¿Y dónde vamos a ir? ¿Adónde nos va a buscar Mercedes, cuando vuelva?

Cuando vuelva Mercedes. Fermín la veía dar la vuelta por la esquina de Paso y Rosales, encaminándose con paso rápido hacia la casa, cada vez que anochecía y los ramalazos del viento sur venían disparados desde Villanueva, cruzando el campito que parte en dos la vía del Solier. Pero Mercedes no era la que volvía.

Hasta Quique Lauría, de tanto escribir y esperar respuesta, había llamado hace unos días preguntando si seguían estando en la casa, si recibían sus cartas. Adela le dijo que sí, que Fermín no contestaba ninguna carta porque estaba dedicado a buscar a la nena. Que mudarse no se iban a mudar. Que ella iba y volvìa de Bahía, que eso le hacía bien, aunque notaba que si, que la discriminaban. Pero ¿qué se le iba a hacer? Había que trabajar porque cada vez había menos ingresos.

Que Marcelo estaba bien. Preocupado, claro. Llamando casi todos los días, ahora más que antes porque el papá le había prohibido terminantemente viajar al país. Se había recibido y estaba trabajando en investigación en San Francisco, en la misma Universidad de California que lo graduara. Quería que ellos viajaran. Que a ella le gustaria, pero que Fermín no quería saber nada.

Él deambulaba, más que andaba. Atacado por su alergia en grado preocupante, avejentado, perdida definitivamente la atención notable que lo distinguiera en su relación con los demás. El resultado del dolor, de su firme voluntad de arrastrar la cruz hasta donde sus fuerzas alcanzaran. De reunirse y de conversar con quienes ya se reunió y conversó antes sin resultados, de presentar su solicitud desesperada de paradero a quien fuese y donde fuera. Y hasta de recibir afrentas personales y amenzas, que no le preocupaban en lo absoluto.

Había perdido el sueño y dedicaba buena parte de la noche a maquinar su recorrido del dìa siguiente. Adela podía dormir algo más, y eso era una gran cosa, sobre todo porque así no se preocupaba viéndolo a él en vela. Eso de la imagen, que todo puntaltense lleva implícito, él lo mantenía sólo con quienes quería. Solamente a ellos les demostraba una fortaleza exterior, difícil de justificar para sus adentros; y la primera en la lista era Adela. Con Marcelo era algo más fácil, porque se trataba del diálogo telefónico. Pero terminaba el día deshecho, claro, después de tanto esfuerzo.

Por lo general, cuando bajaba del ómnibus o cruzaba el paso a nivel de la base para atravesar el centro hacia su casa, necesitaba convocar sus recursos orgánicos como para enfrentar la entrada a su casa de Rosales, tan distinta ahora a lo que fue meses atrás. ¡Ya no había ánimo ni cordura para el mate, más un festejo compartido que una bebida solitaria! Así que se había aficionado a una media horita con café y alguna copita en El Central. No era que antes no lo pisara. Sólo que ahora su presencia era habitual. Allí también estaba comprometido en los comentarios intencionados que se producían a su alrededor en rigurosa voz baja. ¡Pero como no le importaban!

Así, una tardecita de abril se encontró con la media mirada de Núñez desde otra mesa del bar. Era una de esas personas sobre las que se piensa que, concluida una etapa, han muerto y que será imposible volver a encontrarlas. Pero allí estaba, con sus relucientes siete vidas, como si fuera un gato merodeando tachos de basura.

- ¡Qué raro vos por aquí! ¿Cómo estás?, se atrevió a exclamar casi el tuerto, sentándose sin autorización en la mesa de Fermín. Notó que su anfitrión tomaba su avance con desagrado, por lo que agregó – Permitime…, es que tengo que darte algunas explicaciones, porque no quiero que sigas pensando mal de mí.

-  Está bien. Y no se por qué creés que te juzgo. Verdaderamente tengo cosas mucho más importantes en qué pensar.

- Lo se, querido. Lo se… Aunque no viniera más a Punta Alta, hubiera sabido qué es lo que te anda pasando. Y por eso, justamente, es que necesito explicarme con vos.

- ¡Ah!, reaccionó Fermín. -¿Vas a intentar envolverme otra vez en tus intrigas y a mentirme como si fuera un chico?, notándose ahora que la presencia del tuerto le desagradaba.

- ¡Nooooo…!  Pero si yo siempre fui una víctima. Si esa carta que escribiste me perjudicó más a mí que a vos. Vos no sabías  que a cambio de unos pesos que volvieron a reconocerme, yo estaba de nuevo con ellos. Que me habían perdonado y me habían puesto junto al capitán finadito éste que vos conociste.

- No te creo, Núñez. Reconozco tu derecho a darme todas la explicaciones que quieras, sin embargo. Pero… ¿podrás descargarte rápido? Estoy muy cansado a esta hora.

- Lo que vos quieras, viejo. Te cuento rapidito, para que te resulte barata mi presencia. Estoy atendiendo a un capitán del ejército, retirado él, que viene desde Paso de los Libres, buscando información sobre su hija que parece que fue fusilada por los vecinos en enero.

- ¡Otro más al que vas a engañar! ¿Y vos qué sabrás de todo eso? ¡Lo vas a engatusar a ese milico!

- Mirá. Se más de lo que vos te imaginás. Hasta podría ayudarte a buscar a Mercedes…

Esas últimas palabras sonaron a Fermín como un sacrilegio. Interiormente lo vió entrar a Núñez, corriendo precipitado, vociferando en torno de la presencia de Mercedes, pateando la custodia con el Santísimo. Tal, el paisaje de su corazón por esos días. Sintió que aquello era demasiado y no encontró fuerzas para reaccionar, para levantarlo de la silla a los tirones, para trompearlo, para hacer cosas que nunca había hecho en su vida. Sólo pudo contestar brevemente:

- ¿Y cómo?

A los pocos minutos, se incorporó a la reunión Roberto. Era el padre de Laura, muerta en Bahía en enero. Él había estado ya, cuando retiró el cuerpito de su hija, pero ahora volvía intentando saber qué era lo que había pasado. Iba soltando las palabras como si las masticara, la vista gacha, con un decir correntino que convocaba e inspiraba confianza. Un tipo humilde pese al grado militar. Es que ya se había divorciado de las armas, ya estaba de baja por esto que le había pasado con los hijos. ¿Qué cómo con los hijos? Es que le habían matado al mayor, a Pablito, en noviembre del año pasado, después de que desaparecieran Laura y Carlos en Mar del Plata. Que decían que había sido un enfrentamiento, igual que con Laura. Pero que le habían devuelto a los hijos con las espaldas cubiertas de disparos. Que como Carlos, Lilian, la novia de Pablo, también había desaparecido.

Aquel correntino morocho, amable y respetuoso, sorbía su te mientras seguía contando. Las historias se iban enlazando, el espanto era uno y el mismo. Él había llegado a la base para encontrarse con un primo, que era suboficial aquí mismo. Que el primo lo había atendido muy bien, tanto que solicitó explicaciones en su nombre al jefe, un teniente de navío del que no recuerda el nombre. Roberto había presenciado el diálogo entre ambos, claro que a la distancia, por lo que no había escuchado todo lo que el teniente le contestaba a Jorgito, su primo, pero que una cifra sí recordaba porque el otro la había repetido varias veces. Tres mil. ¡Tres mil! Parece que es la cantidad de personas que pasaron por aquí, en las condiciones en las que habrá estado Laura. Presas. Condenadas. Él no podía imaginarse en qué condiciones. Y nadie podía decirle dónde se los había condenado.

Además, pasar para qué. Como si los chicos pasaran por una máquina de marcar ganado. Y después durante meses, qué. ¿Para después matarlos?

Allí aparecía Núñez incorporándose al armado del rompecabezas. Recomendado a Roberto por Jorge, como viejo compañero retirado, conocedor de los ficheros que se armaron en los puestos de control. Y era cierto que de esos ficheros algo sabía el tuerto, como que le había ayudado a Roncoroni apenas se habían dado cartas y todos se encontraron con ascensos y cargos diferentes. Pero que eso no había durado mucho, porque a él lo habían pasado a los polvorines, donde estaba hasta ahora mucho más tranquilo. Pero que sabía que había dos destinos, y que habían traído mucha gente desde Mar del Plata.

- ¿Y no sabe dónde los tenían?, preguntó Roberto sin demostrar demasiada ansiedad.

- No. Es un tema reservado a algunos jefes. Fijesé que ni el capitán que me mandaba entonces sabía adónde despachaba a la gente… Tierra o mar, recuerdo que decía. Pero nada más.

Fermín reconoció a Roncoroni en el relato. Un escalofrío le recorría la espalda y no lo abandonaba. ¿Y entonces, para qué había hecho venir a Roberto al Central? ¿Cuál podía ser el interés del tuerto? Le querrá sacar plata, pensó Fermín, y después sintió que lo prejuzgaba, que quizás nunca había tenido mala intención, que su único pecado habría sido estar junto al dichoso capitán que arrastró a Mercedes.

Tierra o mar, en efecto. Al socavón de la séptima batería, o al nueve de julio plagado de ratas. En ambos casos al horror, y posiblemente también a la muerte. ¿Cómo podía saberlo este correntino buena gente que llegaba de Paso de los Libres? Ni siquiera podía imaginarse que su hija había sido la única capaz de interponerse entre los maringotes y las otras cautivas, tenaz, haciéndoles aparecer a los torturadores aunque más no fuese un vestigio de la culpa que esos hijos de mala madre habían perdido hacía mucho ya. Que los había insultado todo lo que le habían dado las ganas. Hasta cuando la victimizaban clavándola en la cruz.

- Son momentos, reflexionó Roberto, en los que uno piensa que aprende a vivir otra vez. Y a partir de la experiencia de los hijos. ¿Qué extraño, no?

- No tiene que sorprenderle. Yo tengo a mi hija desaparecida. No me canso de buscarla, porque así debe ser… Usted tiene una certeza que yo todavía no tengo, su muerte. Pero creo que a costa de este calvario voy descubriendo un camino que ella me marcó y que antes no veía.

El tuerto se había quedado callado, mirando alternativamente a uno y a otro padre sufriente. Los escuchó compartir su dolor, sin dudas uno de los espectáculos más soberbios de la creación. Por lo edificante, porque reconcilia y redime.

- Seguro que usted siempre la respetó. Que no le impuso nada más que su experiencia, y con mucho amor… Yo hice eso. Ni siquiera sabía cómo pensaban mis hijos en lo polìtico, porque les tenía una confianza inmensa.

- Ella es una chica solidaria. Estaba trabajando con la gente de bajos recursos, ayudándolos en la educación de los hijos. Ni siquiera me consta que estuviera militando en montoneros, como ahora dicen.

- Mire, mi amigo… Si ella estaba trabajando por la gente, ya estaba en política. Esto se lo digo yo, que me formé en el arma de ejército; aquí los militares no nos quieren… Mi pueblo ha dejado de ser una comunidad cívico militar. Yo le diría que hoy es militar cívica. Porque la opinión de la gente común no cuenta más. No es gente. Ahora le dicen población…

- Aquí pasa lo mismo. Usted expresa con términos bastante elocuentes lo que todos sentimos. ¿Es que nadie va a acercarse a nosotros, que hemos hecho tanto por nuestra comunidad, para ayudarnos en un trance tan difícil?

- Ellos no distinguen, dijo el tuerto. – A esta altura les dan lo mismo los comunachos que los peronachos, y aunque sean nacionalistas y clericaloides, si van por la mano contraria a la de ellos, tampoco se salvan.

- Están enfermos de soberbia. Pensar que yo en algún momento sentí orgullo de vestir el uniforme, reflexionó en voz alta Roberto.

- ¡Pero si usted hacía bien, amigo!, quiso tranquilizarlo Fermín. Son los primeros en ofender la investidura, porque se olvidan que están para servirnos a nosotros.

Sin que los autoconvocados lo advirtieran, se había formado un abanico de atención alrededor de ellos. Los que estaban jugando al billar, frotaban la tiza incansables con tal de no pegarle a las bolas y perderse con el ruido algún detalle de lo que hablaban los tres hombres. Que si estaban en la mesa Fermín y el tuerto, ya se sabía que había que derrochar oreja.

Roberto pagó las consumiciones. Tres cafés, dos reservas san juan y un sifón. Después caminaron juntos hasta Roca, y los dos padres se compadecieron mutuamente un rato más. Cuando Roberto se encaminó hacia la casa de su primo, Fermín retuvo al tuerto.

- ¿Y vos qué sabés de Mercedes?, le preguntó como quien suelta una papa caliente que estuvo incendiándole la boca durante horas.

- Que no está aquí. Que seguramente la tienen en Bahía, porque la detuvo ejército y esos códigos los respetan los maringotes…

- Y vos creés que está viva…, afirmó antes que preguntar el padre.

- Quiero creer que está viva, viejo. Voy a ver si te averiguo algo.



De Huevos en la herida, novela (2008-2009)