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Confesiones públicas en torno. Antes en la
cola del teléfono público, en bares, galerías y farmacias. Eran teléfonos que
funcionaban por breves intervalos, y frecuentemente quedaban fuera de uso. Esos
artefactos negros tragamonedas, o los sapos azules y verdes de mostradores
ignotos. Pero entonces, quien hablaba se
esforzaba para que su voz no se difundiera. Después hubo cabinas telefónicas,
pero duraron poco y las venció en raudo avance el ejército de celulares, según
decimos, o móviles, como se los conoce en España.
¿Podemos alimentar la escritura con lo que escuchamos?
Ahora, las confesiones se mezclan en torno, y los confesantes suenan a
desprejuicio. Algunas veces parecen recitar proclamas que distingan a los
comunicados como gente progre, de cabeza
abierta, digna de admiración y respeto. Por caso hoy, la señora del asiento
trasero del colectivo, cuando establecía que desde tiempo atrás había superado
la confusión, que mantenía una posición clara desde siempre, que por qué no
podía ver las cosas como el otro, ¿acaso porque era una mujer y se le imponía
aceptar la opinión del hombre?
Los
confesores, a la vez recíprocos confesantes, se protegen bajo los pabellones de
sus interlocutores, pero claro que también están los que prefieren regar con voces
del otro los ambientes de turno.
¿Podemos abastecer al poeta con esas palabras que nos circundan,
indescifrables algunas, llanas o hirientes otras?
Confesiones públicas: una jungla de intimidades al alcance del oído. Para continuar conociendo, aprender, tomar distancia o reaccionar.
Jungla a la que se
atribuye orden en las redes sociales, el último escalón en el maremágnum de
intimidades confesadas. Claro que en
estos escenarios tiene lugar asignado el poder, moderador sin sexo aparente,
pero que poco a poco se ha vuelto predecible, mientras no cesan las lenguas en
su tarea de desvestirlo, o ponerlo en evidencia.
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