5.
Estoy en una mesa del fondo. Un dios de sangre y huesos infla odres con
alcohol. Este cuerpo es mío aunque a veces no lo sepa. Ojos y oídos
intoxicados, cuando la realidad multiplica espejos en los que no logro
contemplarme. Yo, este que así me llamo, no fotografío: pertenezco a una
magnitud de manchas blancas o negras, con la más completa escala de grises en
medio.
Un
hombre me habla a la distancia; está en la mesa vecina y no lo escucho. Como yo
mismo, este hombre es abrasivo y progresivamente fungible. No se mira; no me
miro. Se pierde; me pierdo. No ve un dios en él; a veces me cuesta verlo en mí
si no bebo.
Ahora su dios, parecido al mío, se asoma al peligro de los despeñaderos.
Su cabeza cuelga de la silla y sus pies están arriba. Los poderosos se
aprovechan de los desequilibrios; de los del hombre que sigue a mi lado y de
los míos. Es que ellos tienen un dios aparte, dicen: un dios que los acompaña por
fuera de sus cuerpos, como simple sombra. Mata por ellos, miente por ellos,
esclaviza y viola por ellos. Lo veo venir hacia mi mesa: es, y son Asmodeo,
Belfegor, Mors, Macaria, Dis Pater en solo uno; lleva pelucón amarillo.
Entonces le pregunto a gritos al otro, si acaso me tomó por tonto.
Los líderes me
resultan extemporáneos. Son imagen de la irrealidad, monigotes peligrosos, así
los pienso. Debemos rebelarnos. Cuando comunico estas valoraciones, resulta
habitual que me quede solo.
Ilustración: The dreaming metal museum (c)
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