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10 de noviembre de 2007

de PURO CUENTO -Revista literaria Nro 1- 1976




Las Perdices


¨Saber significa poder sostenerse ante la verdad. Esta
tiene el carácter de la manifestación del ente.
Entonces,
el saber consiste en poder
estar en dicha manifestación

del ente y en mantenerla¨.
Martín Heidegger


La planicie pardo amarillenta del rastrojo y las sierras del Azul, violadas por la distancia. El cielo gris, cayendo a plomo sobre la pampa ancha y quieta, la pampa lúbrica que a esta hora comunica sólo latidos sordos. Aquí la figura de León es como un insulto: la escopeta colgando a un lado del cuerpo, tercer brazo violento y frío, estrellando las botas sobre los rastrojos, espera levantar las perdices coloradas que pueblan el Lartigau. Cuando silben contra el viento, León disparará y en estertor de plumas, las coloradas desleídas de libertad, caerán como muñecas de trapo.

Viajé al mundo de los capangas huyendo de la síntesis de la pampa; llevé conmigo la fotografía sepia de León. En ella, se lo ve sonriendo anticipadamente al escabeche de colorada, mientras extiende a mis ojos el pobre bicho muerto, abiertas las alas, reverenciando con la cabeza dislocada la inefable obra del fotógrafo. Entonces aprendí lo que significa poner huevos en la geografía. Donde fui encontré la señal de León. Una multitud de hombres y mujeres en la gesta de la verdad me ofrecieron nidos en los que desovar. Permití que me derribasen cuando me sostenía contra el viento y cobré venganza disparando desde plazas colmadas de niños, contra erráticas migraciones de aves del sur.

Lo convencional es desayunarse a la ciudad desde el tren y en Plaza Constitución o del Retiro en busca de una cara de hombre, saborear un aire espeso, gredoso. Pero no es frecuente afincar acunado en la compañía de Gringa desde el bar de La Palomita, hasta reconocer circunstancia en el aire espeso, gredoso.

Comencé amando sus manos, cabos de su cuerpo. Luego el conocimiento del cuerpo, cabo del alma de Gringa, cinturón salvavidas del que me aferré para no dejar de reir juntos. Entonces deseé que la fotografía sepia de León permaneciese por buen tiempo entre las páginas de un libro olvidado de Gringa. Ella quería de mí lo que en ciernes yo balbucía indescifrable. Tentaba en sus muslos la caricia segura de León.

Su imán, prendido al lecho en la quietud de la pampa del ratrojo, hendía mi pelvis hasta semejar la metralla de León destrozando vuelos. Mi voluntad, presa en el nudo que alimentaba las noches, fue ciega a la libertad de la pampa evocada, al destello del mundo de capangas. Sometida, cicatrizó las heridas del abandono original.

Cuando me faltó varias noches, comprendí que Gringa evocaba la presencia de León, desde la fotografía. Reconocía la señal del criminal sonriente bajo mis pasos. Los primeros intervalos de soledad en el nuevo mundo fueron los de la recaída. La necesidad de huir de la pareja que anudaría el regreso de León, desgajó los lazos que habían aferrado mi voluntad al destino de Gringa.

Viajé inciertamente hasta topar con la galería coronada de tejas, grandes arcadas con cortinas de lona batiente y juegos en el arabesco de las baldosas. Hasta topar con el que llora a León que no ha vuelto de la caza de coloradas. Habitando la galería en que acurrucado en un sillón de mimbre él llora odiando a León, deseando que en su breve vuelo se haya instalado la perdigonada. Comprendo entonces.

Comprendo que es inútil empuñar la escopeta del propio León para carle caza, para desentrañar el rumbo de Gringa o para buscar a Dios. Hasta comprobar que cuando los capangas renuncien a la hipocresía y se evidencie el precipicio de sus diferencias, y sus luchas se dispongan hacia el poniente, mi frente de batalla estará en la planicie pardo amarillenta del rastrojo.

Grünbein, 14 de setiembre de 1976. Contra los silos cargados de grano, el terraplén que llega tajando en dos la pampa desde la hondonada de Bahía Blanca. Me llamaron para que viniera a encontrarlo deshecho sobre la ruta, dándole la cara al diablo, como siempre. Termino de descargar mis ansias en el humo del cigarrillo, apoyado en la pared del almacén de Schmidt, y contesto cansinamente las preguntas del policía: -No lo veía desde hace dos años, poco antes de la muerte de Perón. Entonces trabajaba en la fábrica de harina de pescado. Un peronista de la primera hora, sí. Ocupaba un cargo sindical.

El cuerpo de León se recorta al borde del pavimento, envuelto en una nube de llovizna luminosa. Permanecen encendidos los buscahuellas de los coches que lo flanquean, enfocándolo. Es la visión de un gigante abatido. Aunque no le veo ahora la cara, se que tiene los ojos abiertos y que ve a través de la máscara de greda que le oprime los pómulo. Se que tiene la boca cerrada y que carece de cualquier silencio para nosotros que sea distinto de este silencio. El de su espalda dada vuelta para los que permanecemos en vela con la pampa.

El agua va licuando las manchas de sangre que filigranaron el cemento. Todo se reduce a un líquido rosado que brilla a la luz de los reflectores y que busca los oyuelos de la tierra para formar charcos. Tal parece que el terreno, sorbiendo su sangre, recobra el hálito vital de León.

Me sorprende el estallido de las puertas de dos coches que se van, uno de ellos con el interrogador. Quedan algunos hombres requisando el coche de León, el parabrisas destrozado por la metralla. Se lo han llevado y no queda para mí nada más que la risa de León, descompuesta por el viento, prendiéndose de las ramas de los sauces. Y la noche, que fermenta distancias.

Le pido una ginebra a Schmidt. Caigo contra el fondo el vaso en instantes y pido otra.

- Está con el loco de la laguna, me dice.
- Voy, digo, y estrello el vaso contra el mostrador.
- Cuando su hermano desapareció la vimos poco. Seguro anduvo como un perro penando por ahí. Hasta que el loco la convenció y se fue con él.

No pudo convencerla, pienso. Se está matando. Y pregunto:

- ¿Quién vive con el loco?
- Los perros, sonríe Schmidt. -Él y la Gringa y los perros, repite.

El loco se queda mirándome. Está fiero y crispado como solo él puede. Me apunta y se apoya contra el marco de la puerta. Podemos mirarnos fríamente largo rato. Estamos en medio del salitre; los labios de la laguna son anillos blancos dibujados por gaviotas. Sólo esa casa y un tamarisco alto que la rodea, aislándola del paisaje. Donde la naturaleza es inmutable, los hombres no cambian sus gestos. Sólo esta casa, la casamata del alemán que llegó hasta Leningrado y que se volvió loco durante el invierno ruso.

Gringa lo flanquea. Viste blusa y amplia pollera rojas. Descalza, se planta delante de mí y me mira desafiante. Tiene la mirada de León. El loco deja que se adelante, seguro. Desde el mar, el viento la empuja hacia mí y me trae su antiguo sabor, hasta hacerme sentir solo como nunca. Hasta mí, la pollera roja vuela como un desafío.

- Andate, dice ahora Gringa. Y el loco vuelve a apuntarme.

He puesto el motor en marcha. Estoy viendo a Gringa, vestida de rojo. La veo con plumas que bate el viento, reverenciando con su cabeza dislocada las ocurrencias machas del loco.

Los perros me dejan pasar. Después corren desesperadamente a ambos lados del coche ladrándole a las ruedas. Atrás, como un castillo de nieve, los elevadores de Ingeniero White, los gigantescos brazos de Dios en la pampa, amojonando rastrojos.



¨Puro cuento¨ Nro 1. Revista literaria que en su número 1 editó trabajos de Julio Azzimonti, Libertad Demitrópulos, Joaquín Giannuzzi, Ernesto Goldar, Santiago Grimani, José Losada, Esteban Mellino, Cristina Muente, Daniel Rodríguez y Francisco Tomat Guido.

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