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30 de junio de 2012

Afrecho




Afrecho

¡Pido gancho y el que me toca es un chancho! decía de pronto y todos le hacíamos caso, porque él era el dueño del patio. Él, el tano Guzzi, el gordo, o como casi todos en el pueblo le decían: Afrecho. Él armaba el juego, dividía los equipos, marcaba los límites y se las arreglaba para que jamás lo tocaran los manchas de turno. Y en cuanto se encontraba apurado, así como ahora, rojo y transpirado de pura agitación, el guardapolvos abierto de par en par, gravitando sobre él el brazo del mancha dispuesto a envenenarlo, él se daba el lujo de detener todo pidiendo gancho. ¿Y qué te pasa Afrecho? le gritábamos todos patinando sobre los mosaicos rojos pulidos para detener la loca carrera de la mancha venenosa… ¿Por qué parás? Y él: es que me duele el baso y no puedo correr, esperen un cacho. O: pisé mal y me torcí, paren un poco ché, total ¿quién los corre? Y se reía el gordo, seguro de que todos estábamos seguros de que él mentía siempre las mismas mentiras, seguro como estaba de que todos le haríamos caso porque seguía siendo el líder, el más fuerte, el que primero abría la boca y el dueño de la última palabra.

Primera generación de los tanos que habían llegado al pueblo en el cincuenta, cuando había mucho trabajo en la base naval y Perón abría los brazos a los industriosos, a los constructores, a los albañiles finos, a los maquinistas y a los obreros de forja y montaje. El padre del gordo Ricardo Guzzi trabajaba en la base pero por entonces también había abierto en la casa una forrajería que atendía su mujer y el mismo gordo por las tardes. Ahí íbamos a parar todos los que en los fondos de casa teníamos gallinero y a la pregunta de qué darles a los pollitos o a los patitos, el gordo respondía siempre: ¡Dales afrecho! ¡Afrecho! ¡Afrecho! Era lo que más vendía ese negocio, y por eso el sobrenombre: Afrecho.

Lo italianos llegados en las primeras oleadas eran humildes. Los últimos no; se los necesitaba y por eso eran autoritarios, fachos les dijimos poco tiempo después cuando la crítica de los movimientos políticos europeos se hizo conocida y remanida. Seguían la ley de la omertá siciliana, que poco tenía que ver con la humildad. Además, en este pueblo siempre había pelea: mucho tironeo, mucho sube y baja, mucho paracaidista, mucha lengua de zaguán deformando la realidad y atacando a las familias. ¡Y en este pueblo fundado por el Ingeniero Luiggi, senador vitalicio de Mussolini! ¿Qué se podía pedir? Nosotros copiábamos y trasladábamos a la escuela: nuestro jefe debía ser el más capacitado para la pelea, el gordo, el mismísimo tano Guzzi, Afrecho. Que con el tiempo llegó a ser el más facho de los fachos.

Yo me fui en segundo de la secundaria, así que no sé demasiado de las transformaciones de Afrecho. Quienes se quedaron dicen que dejó de ser gordo a los catorce o quince, que hacía gimnasia, practicaba boxeo y pesas, y llegó a tener un físico envidiable con la consecuente aceptación del sexo opuesto. ¡Miralo a Guzzi, gusanito, tano bruto, Afrecho…! Y también dicen que se puso aplicado, porque no era cuestión de llevar bochazos a la casa y que el viejo lo fajara como bien lo venía fajando desde chiquito. Tan aplicado se puso el gordo, que aprobó el ingreso y cursó la escuela naval militar, volviendo al pueblo con galones y fideos… Los fideos venían a ser las aplicaciones doradas de las charreteras, algo que despertaba la envidia de todo el pueblo y la admiración a punto de desbocarse en las jovencitas.

Era por los tiempos de Onganía que Afrecho volvió de guardiamarina y con Lanuse ya era alférez del arma de infantería. Toda una carrera. Ahí fue cuando hubo confites y el tano se casó con Marisa, la rubiona que era hija de otro tano obrero de los talleres de la base. Y fue cuando al poco tiempo enderezaron al hospital regional para dar salida a la segunda generación de últimos tanos llegados a estas playas. Pero entonces habían volteado a Isabelita y Afrecho era jefe del destacamento de Baterías, un cargo administrativo ¡bah!, pero que bien le había valido para el ascenso a teniente de fragata. Y fue también cuando empezaron a llover detenidos que llevaban a la séptima batería. Montoneros, más montoneras que montoneros, porque a ellos los llevaban al 9 de Julio que estaba anclado frente a la segunda.

Dicen que el tano seguía violento y no era para menos; trabajaba de eso, de dar órdenes, de cagar colimbas y apretar soldaditos. ¿Para qué podía servir un destacamento sino para confirmar que pasaban las cosas que tenían que pasar y no otras? Claro que ahora era diferente porque los capitanes daban por sobreentendidas cosas que no explicaban y los jeeps venían con dos o tres pibes con los ojos vendados en cada viaje, y el tano tenía que supervisar números y fechas: nombres no había. Sí había llantos, gritos, golpes, patadas, algo que al gordo lo habrá alegrado al punto de participar con todo gusto. Y eso no era nada con relación a lo que pasaba una vez que los cautivos iban más allá del destacamento. Dicen que había torturas con muertos todos los días: aquí, en enfrentamientos que se armaban en territorio neutral, desde los aviones en el fango del estuario, en el polígono de tiro de la entrada a la base. El tano, pienso ahora, estaría a sus anchas.

Pero dicen que no. Que por eso quedó como está ahora, medio perdido, con temblor en las manos, siempre aislado de todos los demás. ¿Y la familia? Parece que ni la mujer ni los dos hijos quisieron saber nada, o los habrán ahuyentado, porque se fueron a Pigüé y dejaron desocupada la casa donde por muy poco tiempo llegó a estar Afrecho. ¿Usted sabe cómo fue? Sí. Lo trajeron de España donde se había ido a vivir con esa pobre chica, la montonera con la que se había rajado. ¡Pobre gordo! Si me dicen ahora que estaba perdidamente enamorado de esa morochita universitaria a la que arrancó de las garras de los torturadores, del Alemán y del Rubio, y que se la había llevado a un departamento en Bahía donde la tenía escondida. ¡Miralo vos al tanito! Después pasó lo que pasó, hubo que viajar porque aquí las cosas se ponían difíciles y él tuvo la baja y los papeles de los dos en regla como si se los hubieran preparado.

Y después después, pasó lo que tenía que pasar. Que una mina a cambio de seguridad es capaz de robar, de traicionar y hasta de matar. Resumiendo: que lo vendió al gordo como carne podrida, ella se puso a salvo con la familia, y a él lo fueron a buscar y lo trajeron de las pestañas. ¡Sí, señor! ¡Y es lo que pasa ahora! Lo van a hacer declarar y no lo saca más nadie.

¡Gordo, tano, Guzzi, soy yo che! ¡Carlitos, Carlitos Lemme de la primaria! ¿No te acordás de mí? ¿Por qué no me contestás, Afrecho? ¿Por qué no saludás a los que vinimos a visitarte? Dicen que el tano Ricardo Guzzi estaba esposado a su cama del hospital, porque aún extraviado como lo habían llevado, no había día que no atacara a alguien.

 

© Carlos Enrique Cartolano. De Completar la mirada –Cuentos incómodos-, 2011


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