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12 de diciembre de 2011

El milagro de la Santa




por Ángeles Prieto Barba

            A Daniel Moyano 

Mucho más luminoso que un día de Corpus fue para mí cuando mi padre, terminada su jornada como policía municipal, apareció subiendo los escalones de nuestro quinto piso cargado con pequeñas banderitas de colores. ¿Qué le traigo hoy a mis niñas, qué? Pues me recuerdo entonces dándole una y mil vueltas al triste boniato guisado que constituía toda mi cena, cuando había cena, claro, y escuchando los gritos de mi hermana mayor obligándome a que me lo tragara de una vez. Las letanías y sermones de todos los días, aquello de que los pobres no podían hacer melindres y ascos a la comida. Sólo que yo ya estaba ahíta, llena, harta de un hambre que sólo se saciaba con lo mismo. Y pensaba ya en mi cama en dormir y dormir hasta desaparecer, como muchos de los niños que conocí y que durmiendo un día se fueron volando al cielo, como me contaron, para nunca más volver. Y a los que un día los mayores velaban, como angelitos perdidos.

         Las extrañas banderitas, de azul y plata, que mi padre nos regaló dándonos  besos esperanzados, eran para mañana. Le brillaban los ojos mientras nos contaba una historia maravillosa, un suceso celestial que ocurriría al día siguiente. Porque por lo visto a las diez, cuando el sol brillara ya en lo más alto, se esperaba que arribara a nuestra isla una santa, una santa real y verdadera escapada dios sabe de qué estampita, y que, compadecida de nosotros, venía a quitarnos nada menos que el Hambre. O al menos, eso fue lo que yo le entendí, entre frases entrecortadas de apariciones, milagros y venturas para siempre jamás. Y yo siempre creí en los soñadores ojos de mi padre y nunca puse en duda sus historias, y si me decía que mañana vendría no una santa, sino la mismísima Virgen, hasta aquí llegaría para poner fin al grito de nuestros estómagos. Aunque me conformaba entonces con menos, importándome mucho más que acabara con el olor del hambre, esa peste que no me dejaba comer, que con el hambre misma. Que acabara con ese tufo nauseabundo que dejaba las escamas de mi piel cuando fregaba el suelo, con el fétido aroma de mis manos y uñas agrietadas por los restos de carbón para la cocina, con la infecta colonia del aguarrás y la lejía, únicos perfumes que me eran dados a oler en aquellos días de la miseria y del trabajo duro. Y yo sólo era una niña.

         Esa noche me acosté entre dulces ensueños, imágenes amables en que una alta señora, hermosa, alta y limpia, se me acercaba entre rosadas nubes de algodón dulce portando para mí el globo del mundo que, eso sí, era todo de color rojo y tenía un olor extraño y místico, como si fuera un mismísimo queso de bola. La dama me sonreía y mojando sus largos y elegantes dedos me quitaba con su saliva, como untándome con su sagrado óleo, los churretes negros de la mejilla. Y recuerdo que me dormí besando con amor, casi mordiéndolo, el pequeño trozo de almohada que me correspondía, sin importarme por esa noche los feroces pellizcos que mi hermana me daba siempre para hacerle más sitio en la cama.
        
         Al día siguiente, todo fueron prisas. Recuerdo que era domingo, pero la llegada a Cádiz de una santa de las de verdad hizo posponer a  toda la ciudad el acudir a misa para más tarde. Entonces mi hermana Carmela me agarró del brazo, me lavó raudamente con la esponja áspera, me colocó el traje azul de los pespuntes, cambiaron mis chanclas rotas por los viejos zapatos de Angela, que me quedaban muy grandes, recolocaron mi pelo en dos coletas torcidas, y las gemelas charlatanas me arrastraron apresuradas después. Y yo sentía, llevada en volandas, transitar por un nuevo día feliz y mágico, en el que no tenía tiempo siquiera para miedos y ensoñaciones que los itinerarios gaditanos siempre proporcionan. Atrás quedaron los callejones de San Juan con sus faroles rojos de amores portuarios, la mole imponente de la Catedral y la oscura esquina pasional de los Piratas, sin que yo me dignara hacer ningún comentario, ni observara ninguna novedad.

         Mis hermanas parlanchinas, en cambio, no dejaron de hablar todo el rato, entre cuchicheos algo descuidados, porque esta niña soñadora sí que se enteraba.

-          ¿Ves cómo al final es mal negocio ser honrada? Ahora la veremos. Dicen que se dedicaba a la mala vida antes de pescar al gran hombre. Y claro, así aprendió todas las mañas que a ellos les gustan.
-          Lo que es seguro es que era actriz y por allí, ya se sabe que van llenas de joyas, pieles y trajes elegantes. Lo que pasa es que en América los hombres están obligados a mantenerlas por todo lo alto, pues si no, los dejan, y entonces se buscan a otro y ya se sabe que los cuernos es lo único que ellos no soportan. Lo que sí es buen negocio es tratarlos mal. No como haces tú con tu Fortunato, infeliz, que hasta le llevas la comida al trabajo.
-          Oye tú, solterona, que Fortu me quiere, que nos casaremos cuando juntemos para la casa. Y yo prefiero esperar, lo que no me da la gana es meterme en la casa de vecinos con la madre, de eso nada. Lo que pasa es que aquí somos unos desmayados y unos muertos de hambre, no como en América. Mi Fortu me contó que, por lo visto, allí todo es muy grande y por eso a quien llega el gobierno le da tierra propia, buenos y grandes cortijos, donde crían animales y la hierba crece sola. Y con suerte, algunos tienen en ellos hasta árboles, que aquí no hay, algunos con nombre raro, ombú, me parece que me dijo, donde igual que aquí caen peras, allí dan esmeraldas. ¡Así cualquiera!
-          Pues si en América todo es así, tu te quedas aquí con tu Fortu que yo mejor me voy a buscar uno de esos guachisnai que vienen al puerto.
-          Sí, igual que Mariquita Pe, que se lió con un viejo horroroso y se la llevó a Puerto Rico... ¡ni por todo el oro de América!. No, yo me quedo con mi Fortu...
-          Oye, corre más, que no llegamos.

Y llegamos, claro que sí, después de varios rodeos alrededor de la Plaza, dejando atrás más recovecos acogedores para soñar: el callejón de los negros, la esquina de los flamencos, la cuesta de la jabonería, la posada del mesón y el palacio de los Lasquetti. Espacios donde las piedras me hablaban de remotos parajes, de estampas lejanas en el tiempo y en el espacio que hicieron en mi mente acabar de improviso la incesante perorata de mis hermanas gemelas, cacareo sin sentido que me hacía vislumbrar un futuro gris, más desangelado aun que el boniato que me servían de cena todas las noches. Porque esa captura de hombres domésticos, hombres como refugios o trampolines sociales, parecía constituir la única aspiración de sus vidas. Varones muy diferentes a los que yo quería para mí, hombres como onzas de chocolate o como ráfagas de viento que vinieran a raptarme a mí y no yo a ellos. Que me acompañaran por caminos y mares lejanos, por sendas no transitadas de aventuras y conocimientos, que me arrancaran de cuajo y sin vuelta de hoja de esta vida negra que el destino parecía haberme ya trazado. Pero seguimos andando en el presente, por lugares despejados de otros seres que tuvimos que recorrer apresuradas para alcanzar, por fin, uno de los cinco embudos con los que se llega a la plaza de San Juan de Dios, toda ella cubierta por una multitud coloreada por las extrañas banderitas de mi padre.

Mis hermanas, avispadas como todas las hembras de la familia, lograron abrirse hueco entre la multitud entre codazos y empujones varios, hasta colocarse en primera línea de avistamiento. No tenían intención de perderse ningún detalle: el peinado que después copiarían o el vestido que tratarían torpemente de reproducir luego con una tela más basta, eran sus principales objetivos del examen que esperaban realizar a la Santa. Y yo mientras sobrecogida, aun con fe en la llegada de ese ser milagroso que vendría a quitarnos el hambre, según refirió mi padre.

Y así transcurrieron quince o veinte minutos bajo un murmulleo creciente y un sol implacable y yo ya no sabía dónde colocar los pies en aquellos zapatos de número superior al mío. Los del gobierno habían dispuesto una larga y delgada alfombra roja desde la puerta de la alcaldía hasta la entrada del puerto, lujosa diagonal que rompía en dos mitades aquella plaza para que la santa pudiera levitar por ella y después, previsiblemente, pudiera bendecirnos desde el balcón presidencial. Y entonces, entonces, los murmullos se volvieron gritos y un enorme coche, grande y negro, se paró justo ante el inicio del alfombra.

-          Fíjate la señorita, no puede venir andando desde el puerto, y eso que son dos pasos.
-          Cállate. Ahí está.

Efectivamente, allí estaba. Le abrieron la puerta de atrás y vimos deslizar una larga y delgada pierna y después la otra, piernas suaves y depiladas cubiertas por unas hermosas y fascinantes medias de seda, objeto casi irreconocible por estos lares. Y después vimos sus manos, largas también, pero huesudas y nerviosas, que se posaron sobre las del agente repeinado que caballerosamente le ayudaba a bajar. Y los gritos de la gente fueron a más cuando la contemplamos entera: alta, delgada, elegante y sobre todo rubia, muy rubia, recogido el pelo con un moño imponente y un alegre sombrero blanco con una pluma azul.

-          No es rubia, es teñida, ese rubio es de bote. Y además el moño que luce está hecho con pelo postizo. Fíate de mí que sé de peluquería.
-          Oh, pero ¡qué elegancia!

Porque de hecho, la dama lucía un porte que cortaba la respiración. Ya de por sí espigada, parecía andar por la alfombra de puntillas y estirando el cuello, a una altura inalcanzable para el resto de los mortales que la contemplábamos admirados. Y se tomó su tiempo, claro que sí, en erguirse y sonreír orgullosa, despojarse lentamente de unos pequeños guantes blancos y saludar abierta y segura a la multitud de ropajes negros y remendados y de rostros castigados que la contemplábamos. Y se deslizó lenta, perfectamente copiada la actitud de aquellas reinas y heroínas europeas que estudiara hace mucho tiempo y emitiera en sus seriales. Al fondo, le esperaba un alcalde con bigote, gordo y calvo, estampita perfecta que el franquismo destinaba a cada municipio, y una niña muy atildada, con tirabuzones rubios y trajecito de organdí que portaba un enorme ramo de rosas rosas, cursilada haciendo juego, mucho más grande que ella.


Hacia la mitad del recorrido, casi a la altura donde yo me encontraba, el ramo y la niña se adelantaron hacia la dama realizando una complicada genuflexión de homenaje principesco. La pequeña Shirley Temple a duras penas pudo sostener el ramo con una mano y recogerse modestamente el vestidito con la otra, para agachar una rodilla e inclinar su cabeza, a modo de saludo. Y a modo de sonrisa, la dama hizo una mueca y recogió el ramo con un brazo, mientras su otra mano se posó levemente entre los lustrosos tirabuzones dorados. Y todos aplaudieron y hasta se escucharon algunos vítores, mientras yo acercaba mi nariz para percibir de lejos el olor de santa que, mezclado con el de las rosas, intentaría recordar cuando quisiera olvidarme del otro, del de siempre, del olor del hambre.

Pero la santa no sería santa sin hacer un milagro, que desde el tiempo y la distancia desde la que cuento esto, pienso que igual estaría ensayado, preparado, amañado o estudiado. O quizás no. El caso es que la santa se volvió, achicó los ojos, estudió a la multitud y se dirigió a mí... ¡a mí!, un manojo de nervios sucios vestida de remiendos, calzada con chanclas rotas y dos coletas morenas y torcidas. Porque ella no podría ver otra imagen que ésta que tristemente describo. O quizás vio a alguien más, o tal vez, como dijo mi padre cuando nos enteramos que murió, lo que percibió al verme fue la niña que había en ella, la que llevaba dentro, la niña mísera que todavía conservaba tras tanta sobrecarga de joyas y oropeles. Pero se acercó, cesaron los gritos, cuchicheos y murmullos de la gente y de repente, ella se agachó, ¡se agachó!, hasta ponerse a mi altura, acariciarme las coletas y preguntarme ¿cómo te llamás?. Y su voz era ronca y cálida, en un acento extraño, áspero y acariciante. Y mis ojos se agrandaron asustados y admirados y le sonreí y a duras penas le dije que mi nombre era Eva, Eva Martínez pa servirla a usted. Eva como yo, me dijo. Y sonriéndome, me dio el ramo, que es tan hermoso y huele tan bien y es para ti, para que nunca me olvides. Y jamás lo haré, te lo prometo, mi señora. Y me besó en mi sucia cabeza y se irguió y se marchó, hacia los discursos, hacia la gloria. Eso hacía ella, mientras que yo, ya santificada, terminé por hundir mi carita embriagada entre las rosas, bendecida por su olor, cual cabecita  negra de este hemisferio.





           

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