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23 de diciembre de 2011

Amebas


por Ángeles Prieto Barba

 


Cuentan que Isaac Albéniz, mientras impartía clases de piano por las tardes para mantener a su familia, un buen día escuchó cómo un aventajado alumno, muy formal, le regaló una interpretación del Claro de Luna de Beethoven absolutamente perfecta, sin ninguna tacha o error técnico que pudiera reprocharle, pero con idéntica pose fría, el mismo rostro hierático y aplicado con el que entró.

-          ¿Usted tiene esposa, muchacho?, le preguntó.
-          No, maestro, soy muy joven para siquiera planteármelo.
-          Entonces, ¿tendrá novia?
-          No tengo tiempo, tengo mucho que estudiar, aprender y practicar.
-          Pues mejor que vaya dejando esto pronto, caballerete, para la música no sirven aquellos que tienen en las venas sangre de horchata.

La brusca respuesta de Albéniz respondía a su carácter expeditivo, enérgico y apasionado, pero tenía razón. Pues nulo arte puede mostrar quien nada tiene que ofrecer. Así, si reducimos música, pintura o escritura a la mera exhibición glamourosa de la inteligencia o supuesto talento de sus autores, sin intento alguno de comunicación con quien pueda mirarlos, aspiración de la que brota esa emoción necesaria, todo quedará en humo, en nada.

Pues el amor, ese esfuerzo irracional que debemos realizar para comprender, empatizar, entrar en una misma sintonía con alguien distinto, no compatibiliza nada con la egoísta contemplación del ombligo propio, ni siquiera del ajeno, si ese otro no sirve más que para adornar el nuestro, para ser objeto de envidias al contar con compañía supuestamente grata.

Las relaciones entre hombres y mujeres han variado muchísimo en estos últimos años, volviéndose ahora increíblemente hoscas tras la lucha, el éxito y la celebración conjunta de la tan añorada igualdad por los dos sexos que se llevó a cabo en los años sesenta y setenta, tan lejanos. La equivocada traducción que realizaron algunos hombres y mujeres de la palabra feminismo por la de competición, ha conducido al varón a la lejanía y a la indiferencia, cuando no al rechazo frontal del compromiso y el esfuerzo necesario para la perdurabilidad de toda relación enriquecedora, esa que sólo puede darse entre inteligencias y sensibilidades parejas, iguales.

Del mismo modo, las mujeres a diario cumplen con sus roles público y privado, ambos con altos niveles de exigencia y competición, obligadas a demostrar siempre su valía, apresuradas, frustradas, corriendo de un lado a otro, sin apenas tiempo para el cuidado e imaginación que su pareja necesita y al que frecuentemente relega, debiendo colocar entre sus disponibilidades temporales al varón mucho después del eficaz ejercicio de su trabajo y del cuidado amoroso de los hijos.

Pero aún en estos tiempos “profesionales” el amor no sólo es factible, sino también muy necesario. La naturaleza acaba por rebelarse dado que nadie puede continuar mucho tiempo en este mundo brutal sin siquiera una caricia comprensiva, un hombro en el que apoyarse.

Algo tan sencillo de resolver como adoptar ante quien nos interese una actitud distinta. Abierta, honesta y gentil en el trato, comprensiva y no agresiva. Toda esa magia que estalla cuando, en creativa armonía, uno puede comprender todos los guiños que le hace el otro, cobrando sentido cada vieja y cada nueva palabra que en el diálogo amoroso se establece, sin otro fin ni aspiración que la de llegar al corazón ajeno, es lo que se ha perdido. El diálogo, verdadero vehículo del amor, constituyendo el preponderante y sobrevalorado sexo tan sólo una prolongación gimnástica del mismo.

Lo que Cortázar intuyó y definió como la comunicación amorosa cómplice y sin censuras, con aspiración a convertirse en interminable, que sólo puede darse con la premisa del respeto admirativo, de una confianza absolutamente inquebrantable cuando uno es capaz de amar con verdades, con los ojos sabios y bien abiertos, aceptando debilidades, indecisiones, defectos, no hablemos siquiera en cuestiones de pareja de la falta de peculio o de un currículum académico o artístico por el que esta sociedad tan competitiva, ciega e injusta, se guía para premiar siempre a los mismos listos. Sociedad fascistoide que nos divide en arañas sin escrúpulos, trepadoras y encumbradas, frente a patéticos insectos aspirantes, mucho menos miserables.

Porque siquiera en nuestros días, ¿el diálogo se puede conseguir? ¿El amor eterno, acaso perdurable, es posible? Existe, yo soy testigo y puedo exponeros un ejemplo. Pues hace años, durante la reproducción en vídeo de un documental biográfico, contemplé a una muy risueña pareja de ancianitos que entablaron ante las cámaras una conversación brillante. Mucho más que eso: una plática tan llena de humor, tan inteligente y chispeante que me hizo de inmediato rebobinar la cinta cuando terminó, a fin de que constatar de nuevo lo que allí había sentido y escuchado. Pues aquellos abuelos, llamados Igor y Vera, no sólo se limitaron a repasar su vida entre convulsiones sociales e históricas, grandes nombres propios, reflexiones filosóficas, amigos famosos y otros por completo desconocidos, defectos y problemas mutuos que lograron solventar apoyados el uno en el otro; no, más bien se dedicaron gestos, ideas y palabras tan alegres, lúcidas y jóvenes, que dejaron fuera a la cámara por completo, que lograban parar el tiempo. Eran ellos dos, la alegría que se transmitían el uno al otro, lo que te atraía. Si el amor es el menor espectáculo del mundo porque sólo dos así lo ven y así lo sienten, aquello trascendía y podíamos contemplarlo todos.

Y más tarde, yo sólo pude agradecer que el viejecito Igor se apellidara, además, Stravinsky y que hubiera sido el mayor compositor que nos legara el siglo pasado, para lanzarme como una loca a conocer su historia mutua y sus secretos, pues llevaban así de felices sesenta y siete años, tiempo que va desde que se conocieron en París en 1921, hasta 1968 en que fue realizado aquel reportaje.

Sí, pues a Igor Fiódorovich Stravinsky (1882-1971) un amigo común, tras una época de fama, vida loca y francachelas, años de juventud disipada en soledad acompañada, lo notó muy triste y deprimido. No era para menos, pues en aquellos tiempos Igor pensaba tirar por completo la toalla de la composición y volver a Rusia para vivir allí dando clases, quizá bajo la sombra atroz de la culpa pues, mientras ganaba y dilapidaba dinero en París, acompañado de las estrellas del momento, como su amante Coco Chanel, en Rusia permanecía su familia, su esposa Katerina Nossenko y sus cuatro hijos, uno de los cuales, junto a su mujer, aquejados seriamente de tuberculosis.

Así pues, este amigo decidió que para animar al feo maestro de “La consagración de la primavera”, a fin de que aparcara el alcohol y las fiestas y volviera a componer, debería presentarle a alguien muy especial, como resultó ser aquella rusa parisina, la alegre bailarina Vera Sudeykina de Bosset, bastante más conocida en el mundillo por su carácter risueño, sus agudas contestaciones y sus chistes insidiosos, que por el arte de su danza. 

Vera tampoco era feliz, pese a su carácter divertido y bromista ante las penurias y adversidades de la vida bohemia. Pues toleraba un matrimonio complicado y sin hijos con Serge Sudeikin, pintor y diseñador de escenarios, de quien se separó al poco tiempo de conocer a Igor, cuando decidieron buscar un refugio donde poder encontrarse a ratos.

Porque su encuentro no supuso un flechazo, ni siquiera un fulminante amor fou  que les hiciera tirar todo por la borda y hacer daño ajeno dado que, durante dieciocho años, Vera e Igor decidieron que en modo alguno su amor debía molestar a la familia rusa de Stravisnky, por lo cual en este periodo la vida del compositor transcurrió entre Moscú y París continuamente.

Sin duda, en estos tiempos a él todas lo criticaríamos sin piedad: ¡oh, el sagrado compositor burgués que, con su doble vida, arrastra el nombre de la esposa por el fango!, ¡debería él también haberse divorciado!. Pero el caso es que la vida, si algo nos enseña, es a intentar comprender y no juzgar, vidas ajenas. De hecho, la enfermiza Katerina conocía bien la existencia de Vera e incluso la aprobaba. Murió en 1939, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, junto con la madre de Stravinsky y su hija menor, Mika. Y en 1940, Vera e Igor, ante la situación bélica no exenta de riesgos, a Nueva York marcharon iniciando allí una larga y plácida vida feliz de la que todos fueron testigos hasta la muerte del maestro, que ahora yace en Venecia, en la isla de San Michele, muy cerca de la tumba de su amigo el gran Diaghilev.

El caso es que la influencia de Vera en la vida de Igor fue creciendo hasta convertirse en imprescindible e irrenunciable, pues tras su conjunta afición por la literatura  (W. H. Auden, Eliot, André Gide) hizo que éste emprendiera una carrera musical increíble e inquieta, plena de transformaciones, con muy diversas etapas de las que hoy podemos disfrutar todos: Octeto (1923), Oedipus Rex (1927), la increíble ópera The Rake progress (1951) basada en las pinturas de William Hogarth, Tres canciones de Shakespeare (1953),. In memoriam Dylan Thomas (1954) entre otros muchos títulos.

Pero antes de que los prejuicios actuales nos lleven a lamentar que Vera sólo fuera sombra tras los despliegues virtuosos del gran maestro, déjenme recordarles que el compositor genial, así como la simpática Vera, fueron también sombra tras esa obra musical, aquel despliegue de amor que nos legaron y lo único que debe importarnos. Ellos fueron felices.
        
Todos seremos huesos, polvo, ceniza y olvido. Pero mientras, no podemos ser más que amebas tristes, arrastrándonos penosas, si no contamos con el cálido amor de otro.

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