Muelle
como el muslo de una mujer, así fue la existencia anterior. Ahora se trata de
la segunda acepción. Este tiempo es un puente que conduce al hoyuelo de zozobra
y al ahogo. Pregunto si es líquido el final, digo por hundimiento, o si acaso se trata simplemente del bloqueo
aéreo. En la sala de oncología,
murmullan en torno al enfermo. Se han extendido veinte camas, de uno y otro
lado, que separan cortinas plásticas transparentes.
La
esperanza se consume junto al olor a podrido. Porque las escaras no comprenden con
qué propósito continúan cambiando a los moribundos, aislando los colchones con
nylon y postergando los últimos dolores. Ellas sólo huelen advirtiendo de cuanto
todos saben. Y el dueño de piel contrita viaja ya sin término aparente. Los que
vienen de afuera sólo apelan al epitafio: esa palabra autorizada que establezca
límites.
Pregunto
si hoy resuelven. El agua mineral se ha entibiado en su botellón y una mosca
más negra que las comunes recorre la almohada. Por el fondo del pasillo avanza
un médico con tres jóvenes en torno, y en pocos minutos más estará junto a mi
cama para impartir su práctica.
En su
diccionario sólo hay una acepción para muelle: la superficie incómoda desde la
que nadie retrocede y todos saltan al vacío.
(c) Carlos Enrique Cartolano. Pajareras imaginarias, 2018
Ilustración: Horacio Obaya (c)
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