Es
un manifiesto esta resistencia; algo se niega a dibujar siluetas sobre el
fondo. Compruebo que no hay buzos en emergencia, al menos por hoy. Y recurro a
la antigua alianza del poeta con cinturas felinas y labios entreabiertos que
estimulan la imaginación. ¿Quién puede distinguir realidad del corpus
transcurrido, fluir de existencias? Sólo yo, aunque admito error y mutaciones, desgobierno
al menos. ¿Cuánto hace que no me siento a contemplarle superpuestos al
horizonte? ¿Cuánto que no grito desde ahogos mi delirio? ¿Tanto costará
encontrarle un plano a la distancia? Estoy mudo, ciego y sordo bajo frondas de una
infamia. El aire angosta, la marea sabe insípido. No hay mayor amargura que la
de aquellas últimas palabras del maestro.
Pasea
su figura obesa por el jardín, dice. El poeta mayor. Al menos puede predicarle
prodigios a la tierra. En cambio yo, también con grosor inesperable, me
arrastro por 35 metros cuadrados de un sexto piso entre cristales de comunión
incompleta y ladrillos inútiles para conjurar la polución. En treinta años más
no estaré aquí; será cuando el océano cubra buena parte de la ciudad, y en la
estructura que habito el agua llegue al menos hasta la planta tercera. Del
primer nacimiento habrán transcurrido entonces –será verdad esta vez- más de
cien años, y ya nadie recordará a mi padre cuya edad transfiguro en mí como
prueba de efectiva herencia.
Un día después, pero
aún antes del desguace
(c) Carlos Enrique Cartolano. Pajareras imaginarias, 2018
Ilustración: Perfil (c)
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