el
imperio en casa, 1953
Carl Schmitt dijo que “la supervivencia de una
sociedad depende de su capacidad para identificar correctamente a su enemigo”.
Entre otras cosas, pensando en que la calidad de “enemigo” depende del
juzgador, y este representante del realismo político militó en el nacional
socialismo, ejerciendo diversos cargos durante el régimen nazi. Pero viene muy
bien a propósito de lo que intento demostrar.
En mi
infancia de los cinco a ocho años, el medio social dictaba la forzosa enemistad
con los derrotados en la segunda gran guerra, y con una gran fracción del
propio país: quienes adhirieran al credo justicialista. Y en mi familia, los
vientos soplaban según esa misma estrella política. Lo más grande, desde que
Roca lo dijera, era el imperio inglés, y después el estadounidense –que ya para
entonces también pintaba como “atropellador” de soberanías nacionales-, aunque
en este último caso primara la influencia cinematográfica.
Para
más, nací yo en la ciudad que está a la vera de la base naval militar más
importante del país, nido de las despiadadas violaciones a la democracia de
junio y setiembre de 1955, y cenáculo del que salieran los torturadores y apropiadores
de la dictadura militar. De manera que en 1952, yo miraba con suma atención los
libros de uno de mis abuelos –escribano-, que atesoraba las obras de Winston
Churchill sobre la Segunda Guerra, en un lugar de privilegio de su despacho. Y
en 1953, cuando comencé la escuela, mi hermana –seis años mayor que yo- preparaba
la coronación en paralelo de la nueva reina británica –Isabel Segunda-,
utilizando un trono y una corona, pintados con una mezcla de extracto de banana
y polvo de oro, vestuario a medida hecho por ella, y por supuesto también los
intérpretes. Estos últimos eran la muñeca “pielángeli” –Isabel-, el muñeco
“simeón” –Felipe- y alguna otra muñeca –reina madre-, o muñeco –arzobispo de
Canterbury-. El trono y la corona los había elaborado mi otro abuelo –“oveja
negra” de la familia por ser entonces cercano a los ideales peronistas-, y a
quien juzgo hoy como esclarecido.
Entonces, ese 31 de mayo de 1953 en mi casa. se compensó la falta de
televisión para esas latitudes, con la imaginación y la radio. Fue sin duda una
ceremonia brillante la de esos muñecos de goma o porcelana, anticipatorios de
las barbies, creadas por los estadounidenses seis años después. No recuerdo muy
bien cuáles eran mis impresiones, pero está claro que a los seis años yo
prestaba suma atención a las apariencias y resultaba ingenuo en cuanto al resto;
seguramente me habré mantenido aferrado al “alfa romeo” rojo de Fangio campeón
del 51, que funcionaba a cuerda.
Después
cayeron los años para bien y para mal. El cincuenta y cinco, los tiempos de
proscripción, los gobiernos militares, mi formación en el conocimiento del
enemigo. En este país basta con leer historia –sea de la tendencia que fuera
quien la escriba- para advertir el protagonismo inglés desde años muy remotos,
a poco de establecido el Virreinato del Río de la Plata. Hubo dos invasiones
inglesas declaradas, pero yo he llegado a contabilizar no menos de una docena,
desde entonces y hasta nuestros días.
Destaca
el cruel ensañamiento con nuestro pueblo y su destino, pensando en el apoyo de
la flota británica a los salteadores de poder en setiembre del 55, así como en los
contrabandos de armas en el 74, destinados a favorecer la recíproca eliminación
de “los dos demonios¨. Y sin olvidar, por supuesto, el mantenimiento del
reducto colonial en Malvinas con apropiación de sus recursos naturales, de
propiedad argentina. Deben recordarse también las periódicas visitas del
príncipe consorte, siempre en vísperas de asonadas o movimientos militares que
apoyaran la progresiva reconquista británica. Reconquista sí, de la que alguien
llamó alguna vez “la colonia olvidada”.
“La
diplomacia británica es el resorte oculto de nuestra historia (…) hace de
nuestra ignorancia el pedestal de su poder”. Y también: “Gran Bretaña renuncia a la conquista militar del Río de la Plata,
pero no a la conquista comercial; no le interesa cuál sea el gobierno de estas
tierras, siempre que respete la hegemonía comercial inglesa. Se involucra en
conflictos internos sólo cuando están en peligro sus intereses”
Raúl Scalabrini
Ortiz
Winston Churchill,
aquel a quien algunos juzgaron como “el mayor estadista que nos dio Occidente”
dijo:
“No
dejen que Argentina se convierta en potencia. Arrastrará tras de sí a toda
América Latina”
(Yalta, 1945). Y también “La caída del
tirano Perón en Argentina es la mejor reparación al orgullo del Imperio y tiene
para mí tanta importancia como la victoria de la segunda guerra mundial, y las
fuerzas del Imperio Inglés no le darán tregua, ni cuartel, ni descanso en vida,
ni tampoco después de muerto”
(Cámara de los
Comunes, 1955).
"Sabíamos lo
que teníamos que hacer, fuimos y lo hicimos. Gran Bretaña es grande otra
vez" Margaret
Thatcher, 1982
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