Cada vez que me dispongo a leer un texto me surgen dos
intereses:
1º el de comprender lo que se dice en forma explícita, o se sugiere
elípticamente; y 2º descubrir desde
“dónde” habla el autor, cuáles son sus motivaciones, su entorno y la
circunstancia en la que se emplaza, o de la que pretende desplazarse.
De seguro que en la narrativa uno puede pesquisar huellas y
rastros que delatan una dirección, un “ir hacia”, una referencia temporal y
espacial: el texto va para algún lado, el autor lo está llevando, y el lector
lo sigue; tal vez los relatos se crucen o superpongan, pero siempre habrá un
antes, un ahora y un después. En esos universos las cosas tienen cierta
estabilidad, se cumplen algunas convenciones y las palabras tienen
credibilidad, aunque sean historias fantásticas.
Pero en la poesía las referencias son difusas. Hay
mutaciones permanentes. Casi como un agujero negro trastoca las leyes de la
física, la poesía se fagocita a sí misma o se reproduce a velocidad viral.
La poesía se puede construir en un proceso de evolución del
ser; se puede destruir porque la época la atrapó con un manto de
implosión; o se puede deconstruir para
salvarse del olvido: es decir, estudiarse a sí misma y dilucidar su árbol
genealógico, las experiencias y saltos cualitativos que le permiten reconocerse
como tal, como Poesía.
Con estas
prerrogativas abrí el libro “A ojo y de oídas”, de Carlos Enrique Cartolano.
Antes de empezar con sus poemas, el autor eligió esta cita:
“La poesía… esa
energía secreta de la vida cotidiana,
que cuece los
garbanzos en la cocina,
y contagia el amor
y repite las imágenes en los espejos”.
Gabriel García Márquez (La soledad de América Latina)
¿Por qué nuestro
amigo poeta le hace decir a García Márquez lo que él quiere demostrarnos con su
obra?
Quizás la autoridad literaria de ese tal Gabo ayude a validar lo que Cartolano
sabe per se. Porque apenas empezamos
a recorrer sus propios versos la poesía brota de los objetos que lo rodean: los eucaliptos, el agua, las carnes mustias,
Pero todo aquello tiene vida, se mueve, percute: la brisa y el aire; las alas; redoble de
timbales y agudeza de violines; y la luz que está al final del tiempo.
Esa energía secreta de la poesía ya fue pescada in fraganti por
Cartolano, que se regocija como un niño poeta jugando con los colores y las
melodías. Las esparce en las páginas y el libro se convierte en un campo de
trigo con cuervos, como esa pintura de Van Gogh que aturde los sentidos:
estallan amarillos en los ojos, claman los graznidos en los oídos.
Así escribe nuestro amigo poeta: a ojo y de oídas. Está atento: mira para ver, escucha para oír.
Intuye que en las formas del mundo y en los sonidos del universo anida el
sentido de lo más valioso por develar: el porqué de la existencia en el pulso
de lo cotidiano.
Cartolano no es un observador imparcial, y su diversión no
es banalidad. Él se siente involucrado. Se cuestiona y se exige a cada paso. “Llego rumiando mi último texto”, dice,
y en otro poema exclama “¡Hay que
descubrir! Oler. Palpar. Gustar”…
Niño poeta y hombre explorador.
“¡Poeta! ¡Poeta!
¿Quién llama? ¿Es
por mí que vibran las circunvoluciones?
O alguien puede
llamarme
como sólo yo sé que
me llamo…”
Nuestro amigo poeta, Carlos Enrique Cartolano, dice de
manera explícita que la vida está aquí, al alcance de la mano, y elípticamente
confiesa que a veces se siente solo, pero siempre esperanzado.
Y desde “dónde” lo dice: desde la profundidad de un corazón
agradecido; un niño poeta que no resignó su ludismo ni ante la injusticia ni la
tristeza; un hombre explorador que se detiene para oler, palpar y gustar, y
luego avanza con tesón porque quiere verle la cara al futuro.
Él tiene una
certeza que sólo puede verificarse empíricamente:
“La poesía está
escondida en un rincón del alma.
Ella no tiene frio:
arde siempre…”
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