Dijo que se quedó dormido
pensando cómo y cuándo formalizar la denuncia a la compañía se seguros. También
declaró que al llegar no encontró a su mujer ni a nadie en la casa. Que el
coche habría quedado en el mismísimo sitio del accidente, y que recordaba haber
caminado, algo atontado, hasta la casa. Dijo que descontaba haber llegado
porque concilió el sueño en su cama, después de abandonar por estériles sus
reflexiones sobre el seguro. Y declaró también que se había despertado un par
de veces durante la madrugada y que le llamó la atención no ver a su lado a su
mujer.
A la mañana siguiente lo
despertó el rayo de luz que se colaba por la persiana a medio cerrar. Caminó
hasta el baño pensando en su necesidad de bañarse y comprobó, ante el espejo,
los ojos hinchados, las ropas rotas y ensangrentadas. Notó la ausencia de la
cadenita de oro y del reloj pulsera. Se miró las manos y las vio cubiertas de
cortes, aún cuando no sentía ningún
dolor. Pensó en desvestirse, pero asaltado repentinamente por la
curiosidad, volvió a la habitación y levantó la persiana para ver la calle.
Entonces fue cuando reconoció su coche
incrustado en el muro inferior y el cuerpo de su mujer, exánime, asomando por
la puerta delantera del vehículo. Nada de lo que había antes. Es decir, ahora
nada más que su casa, el automóvil dañado, el cadáver y la ventana desde la que
miraba existían a su alrededor. La tierra, yerma, cubierta de un polvo amarillo
y suelto. Sobre el horizonte, teñido de rojo, se levantaban cientos de columnas
de humo.
Más confundido que antes,
volvió al baño. Se quitó la ropa reflexionando sobre el futuro inmediato.
Pensamiento habitual en él, porque para ocupar su lugar en el mundo necesitaba
programar, prevenir, planificar. Era su defensa y también su responsabilidad.
Pero ahora no le encontraba punta al porvenir. Cuando quedó desnudo, abrió el
grifo de la ducha.
El hombre declaró después
que no había salido agua de la ducha, sino fuego. Una llama roja amarillenta
primero, azulada después, que lo acarició cerrando sus heridas y que finalmente
inició una combustión lenta que comenzaba por la carne y continuaba en la
intimidad. Un ardor que prometía durar una eternidad.
© Carlos Enrique Cartolano. De Hormiguitas operarias –microficciones-. Serie Tormentos.
Ilustración: Hieronymus Bosch
No hay comentarios.:
Publicar un comentario