Mi
corazón sopla desde siempre. Cuando era chico me desvelaba escuchando el
susurro de esa tapita que aunque bien lo intente nunca termina de cerrar. Es la
válvula malhecha que hoy llaman con mi nombre. Un compás propio. Siete décadas
después susurra en ambos oídos a la vez cuando acabo de levantarme, entre las
cinco y las siete, según las horas que lleve dormidas. Porque algo debate
espacio en mis arterias antes de consumir un comprimido rosa pequeñito, dicen.
Y es también el año siete si cuento desde mi decisión de entrega al ritmo
sinfín. Creo espontáneo por eso cuaderno siete,
el sorteo de mi identidad –siete números, y cinco de ellos son sietes-,
las consecuencias del metrónomo que no cesa de regir: la sangre busca forma en
propiedad y dibuja el verso en interiores, oídos afuera.
Acaso
esto es el arte, pregunto. Algo precedente busca a mi través utilizando dones,
la sangre que renuevo diariamente, la hidrografía del cuerpo: el existente que
cultivé bajo mis plantas y arborizó por millares vastos ideogramas. Tanta
memoria concibe en mi árbol un roble, un cedro. No podría tratarse ya de las
casuarinas de pasión adolescente, ni de rupturas y estallido propios de
eucaliptos. Quien continúa preguntando supera en vida al conformista, no hay qué
ni quién logren abatirlo.
Quizás
por esto los encuentros, que mi hija menor cargue con mi paternidad no sólo en
artes sino también en ritmo y soplidos. Aunque no sepa qué fue antes, si soy
fruto del tiempo, o si tal vez temporizo en la palabra. Solo sé del corazón y
su lenguaje.
A mi través
(c) Carlos Enrique Cartolano. Pajareras imaginarias, 2018
Ilustración: Residual Store (c)
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