Afrecho
¡Pido
gancho y el que me toca es un chancho! decía de pronto y todos le hacíamos
caso, porque él era el dueño del patio. Él, el tano Guzzi, el gordo, o como
casi todos en el pueblo le decían: Afrecho. Él armaba el juego, dividía los
equipos, marcaba los límites y se las arreglaba para que jamás lo tocaran los
manchas de turno. Y en cuanto se encontraba apurado, así como ahora, rojo y
transpirado de pura agitación, el guardapolvos abierto de par en par,
gravitando sobre él el brazo del mancha dispuesto a envenenarlo, él se daba el
lujo de detener todo pidiendo gancho. ¿Y qué te pasa Afrecho? le gritábamos
todos patinando sobre los mosaicos rojos pulidos para detener la loca carrera
de la mancha venenosa… ¿Por qué parás? Y él: es que me duele el baso y no puedo
correr, esperen un cacho. O: pisé mal y me torcí, paren un poco ché, total
¿quién los corre? Y se reía el gordo, seguro de que todos estábamos seguros de
que él mentía siempre las mismas mentiras, seguro como estaba de que todos le
haríamos caso porque seguía siendo el líder, el más fuerte, el que primero
abría la boca y el dueño de la última palabra.
Primera
generación de los tanos que habían llegado al pueblo en el cincuenta, cuando
había mucho trabajo en la base naval y Perón abría los brazos a los
industriosos, a los constructores, a los albañiles finos, a los maquinistas y a
los obreros de forja y montaje. El padre del gordo Ricardo Guzzi trabajaba en
la base pero por entonces también había abierto en la casa una forrajería que
atendía su mujer y el mismo gordo por las tardes. Ahí íbamos a parar todos los
que en los fondos de casa teníamos gallinero y a la pregunta de qué darles a
los pollitos o a los patitos, el gordo respondía siempre: ¡Dales afrecho!
¡Afrecho! ¡Afrecho! Era lo que más vendía ese negocio, y por eso el
sobrenombre: Afrecho.
Lo
italianos llegados en las primeras oleadas eran humildes. Los últimos no; se
los necesitaba y por eso eran autoritarios, fachos les dijimos poco tiempo
después cuando la crítica de los movimientos políticos europeos se hizo
conocida y remanida. Seguían la ley de la omertá siciliana, que poco tenía que
ver con la humildad. Además, en este pueblo siempre había pelea: mucho tironeo,
mucho sube y baja, mucho paracaidista, mucha lengua de zaguán deformando la
realidad y atacando a las familias. ¡Y en este pueblo fundado por el Ingeniero
Luiggi, senador vitalicio de Mussolini! ¿Qué se podía pedir? Nosotros
copiábamos y trasladábamos a la escuela: nuestro jefe debía ser el más
capacitado para la pelea, el gordo, el mismísimo tano Guzzi, Afrecho. Que con
el tiempo llegó a ser el más facho de los fachos.
Yo
me fui en segundo de la secundaria, así que no sé demasiado de las
transformaciones de Afrecho. Quienes se quedaron dicen que dejó de ser gordo a
los catorce o quince, que hacía gimnasia, practicaba boxeo y pesas, y llegó a
tener un físico envidiable con la consecuente aceptación del sexo opuesto.
¡Miralo a Guzzi, gusanito, tano bruto, Afrecho…! Y también dicen que se puso
aplicado, porque no era cuestión de llevar bochazos a la casa y que el viejo lo
fajara como bien lo venía fajando desde chiquito. Tan aplicado se puso el
gordo, que aprobó el ingreso y cursó la escuela naval militar, volviendo al
pueblo con galones y fideos… Los fideos venían a ser las aplicaciones doradas
de las charreteras, algo que despertaba la envidia de todo el pueblo y la
admiración a punto de desbocarse en las jovencitas.
Era
por los tiempos de Onganía que Afrecho volvió de guardiamarina y con Lanuse ya
era alférez del arma de infantería. Toda una carrera. Ahí fue cuando hubo
confites y el tano se casó con Marisa, la rubiona que era hija de otro tano
obrero de los talleres de la base. Y fue cuando al poco tiempo enderezaron al
hospital regional para dar salida a la segunda generación de últimos tanos
llegados a estas playas. Pero entonces habían volteado a Isabelita y Afrecho
era jefe del destacamento de Baterías, un cargo administrativo ¡bah!, pero que
bien le había valido para el ascenso a teniente de fragata. Y fue también
cuando empezaron a llover detenidos que llevaban a la séptima batería.
Montoneros, más montoneras que montoneros, porque a ellos los llevaban al 9 de
Julio que estaba anclado frente a la segunda.
Dicen
que el tano seguía violento y no era para menos; trabajaba de eso, de dar
órdenes, de cagar colimbas y apretar soldaditos. ¿Para qué podía servir un
destacamento sino para confirmar que pasaban las cosas que tenían que pasar y
no otras? Claro que ahora era diferente porque los capitanes daban por
sobreentendidas cosas que no explicaban y los jeeps venían con dos o tres pibes
con los ojos vendados en cada viaje, y el tano tenía que supervisar números y
fechas: nombres no había. Sí había llantos, gritos, golpes, patadas, algo que
al gordo lo habrá alegrado al punto de participar con todo gusto. Y eso no era
nada con relación a lo que pasaba una vez que los cautivos iban más allá del
destacamento. Dicen que había torturas con muertos todos los días: aquí, en
enfrentamientos que se armaban en territorio neutral, desde los aviones en el
fango del estuario, en el polígono de tiro de la entrada a la base. El tano,
pienso ahora, estaría a sus anchas.
Pero
dicen que no. Que por eso quedó como está ahora, medio perdido, con temblor en
las manos, siempre aislado de todos los demás. ¿Y la familia? Parece que ni la
mujer ni los dos hijos quisieron saber nada, o los habrán ahuyentado, porque se
fueron a Pigüé y dejaron desocupada la casa donde por muy poco tiempo llegó a
estar Afrecho. ¿Usted sabe cómo fue? Sí. Lo trajeron de España donde se había
ido a vivir con esa pobre chica, la montonera con la que se había rajado.
¡Pobre gordo! Si me dicen ahora que estaba perdidamente enamorado de esa
morochita universitaria a la que arrancó de las garras de los torturadores, del
Alemán y del Rubio, y que se la había llevado a un departamento en Bahía donde
la tenía escondida. ¡Miralo vos al tanito! Después pasó lo que pasó, hubo que
viajar porque aquí las cosas se ponían difíciles y él tuvo la baja y los
papeles de los dos en regla como si se los hubieran preparado.
Y
después después, pasó lo que tenía que pasar. Que una mina a cambio de
seguridad es capaz de robar, de traicionar y hasta de matar. Resumiendo: que lo
vendió al gordo como carne podrida, ella se puso a salvo con la familia, y a él
lo fueron a buscar y lo trajeron de las pestañas. ¡Sí, señor! ¡Y es lo que pasa
ahora! Lo van a hacer declarar y no lo saca más nadie.
¡Gordo,
tano, Guzzi, soy yo che! ¡Carlitos, Carlitos Lemme de la primaria! ¿No te
acordás de mí? ¿Por qué no me contestás, Afrecho? ¿Por qué no saludás a los que
vinimos a visitarte? Dicen que el tano Ricardo Guzzi estaba esposado a su cama
del hospital, porque aún extraviado como lo habían llevado, no había día que no
atacara a alguien.
© Carlos
Enrique Cartolano. De Completar la mirada –Cuentos incómodos-, 2011
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