Acaso el mismo río
//Ediciones del Dock
–Poesía del Náufrago-, Buenos Aires 2014//
Tecera y definitiva
lectura de Viento Extranjero, de Rafael Felipe Oteriño. Marca registrada
dice él, y tiene razón; siento que esas tres palabras se atraen y permanecen
unidas porque constituyen un clásico de la poética contemporánea. En esta
tercera recorrida fui levantando los testigos y dejé tan sólo cuatro
señaladores. Diré entonces, a partir de cuatro poemas, lo que siento y
comprendo al leer al poeta que me acompañó ya en dos presentaciones de mis
libros. La última vez, a propósito de Lunángel, durante la 11ª Feria del Libro
Mar del Plata Puerto de Lectura. Y digo que eso supuso un privilegio que cada
día intento merecer; como también algún elogio de mi anterior Satori, a partir del cual seguramente miro
al destinatario con mayor claridad.
Me pregunto si eso
supone que nuestro río sea el mismo. Si la corriente que nos atraviesa, el
idioma de emociones, sorpresa en las palabras, los poemas aluvionales, estas
islas de lecturas, los descubrimientos espirituales y la avulsión cultural, son
acaso los mismos. Pregunto si es una patria la poesía, si somos compatriotas
navegantes, luces en medio del río cada noche. Si acaso comunicamos fuego al
decir, y éste va con el agua en oxímoron eterno:
Volverse sabio:
decir dos palabras en lugar de ninguna
y una sola
cuando se escucha más fuerte la voz del abismo.
Recibir el día como una propiedad
y de inmediato devolver esa propiedad
a los que todavía no despertaron.
Observar el río correr dentro del río,
rápido como las nubes, persuasivo como las olas.
Sentir la dureza de la piedra y la docilidad del viento
y saber que ambos son argumentos de Dios.
Porque el viento sube a los techos,
y las ráfagas son montañas
y el cuerpo es una ráfaga que se deja llevar.
Volver al lago donde se hundió la infancia
y ver que en su bosque anegado está tu imagen.
Quizás el polvo sea una maniobra de purificación
en cuyo puente estamos solos, suspendidos.
Dar señales de cuál es el lugar
y al instante borrarlas
porque no son claras ni precisas
y todas conducen a un sitio que no es el lugar,
pero que lo anuncia.
Buscar abrigo en lo invisible y en lo callado,
soñar con agua y con fuego.
(Soñar con agua y con fuego, pág 33 y 34)
O quizás la existencia
es cauce de tantos ríos como hombres, la corriente se renueva a cada momento, y
cuando corren aguas cristalinas, libres de limo, suenan poemas de Rafael y de
pocos más (los cuento quizás sólo con los dedos de una mano). Seguramente es
cuando el río se permite remansos, quietas aguas que pueden penetrarse y
compartirse porque son cristalinas y colmadas de vida. En esas quietudes esta
todo: la realidad y los sueños, el mundo entero, pero a través de una mirada global
que aprecia como ninguna la belleza de lo existente. Remansos que se ofrecen a
la humanidad toda, porque son legados del edén. A todos:
El que observó a medianoche la espuma blanca del cielo,
el que oyó un galope prolongado en la estepa de la mañana,
los que presintieron la lluvia y se refugiaron en ella,
el pescador que aguarda el próximo pez que prenderá esa
tarde,
el que recuerda el olor del café detrás de una puerta que
no existe,
quien siente en la boca la primera palabra de un verso:
todos, alguna vez, estuvimos en el paraíso;
las manos lo tocaron y el pecho aspiró su aroma,
el Paraíso cedió por un instante –se detuvo allí-
alzó un vivac en el que cada fragmento coincidió con su
parte:
las sombras con el árbol, el árbol con el camino,
el río de Heráclito con el río a secas.
(Todos alguna vez, estuvimos en el Paraíso, pág 18)
Porque sabio es el que
sabe ver y el que reconoce el paraíso. El que en plena fugacidad “sabe” el río,
asumiendo que cruzarlo es ser de agua, encontrarse en los pies de Heráclito y encender
la luz siguiente. Encontrarse a solas,
pero con la humanidad completa a cuestas:
Cruzar el río es una tarea solitaria:
un árbol llama a otro árbol,
una puesta de sol a otro sol,
los destellos se disparan desde ambas
orillas
y forman un pentagrama en la tela del
viento.
Es como una respiración
Sólo que en ella se libran todas las
batallas:
lo no dicho y lo impronunciable,
lo que sale al encuentro
y lo que se mantiene indemne en el
aire.
La corriente muda del verde al gris,
los remolinos y los helechos de agua
se envían mensajes cruzados.
Una estrella temprana
es, para la amistad, una estrella
temprana,
pero también designa algo distinto,
que linda con la alucinación y el
espejismo.
A estos nacimientos da lugar el río
cuando agrupa colores y anticipa el
mar.
Son pares de un país reconquistado
a expensas de la seguridad y el equilibrio,
de la certidumbre y la semejanza.
No, cruzar el río no es una tarea
solitaria:
el remo, los dos brazos
y las piedras que ruedan por el fondo,
saben de qué hablo.
(Cruzar
el río, pág
49)
Claro
que también puede cruzarse a nado, poeta. Lo digo porque recuerdo ese poema de Rara Materia que leí para recibir a
Oteriño como presentador en 2011. También en ese texto, la realidad del fondo (la estrella, por fin, en el lecho que tanto
buscó… El nadador, 1980) testimoniaba la proeza de cada día en la
escritura. Y aquí estamos, con Rafael Felipe Oteriño, leyéndolo y releyéndolo,
mientras el río (aún no se me revela si es el mismo que surca el poeta) nos
trae al mar. Desde la historia, desde el origen; ese río es el tiempo. Fluye desde
cada palabra y en nosotros mismos:
¿Quién me despertará si no este río?
Viene desde la infancia
y lleva piedras grandes en lugar de
navíos,
ramas sueltas, velámenes rotos
y un camalote para señalar que corre aún.
Un impulso lo ciega,
una columna de humo lo sigue desde la
orilla,
dos motas de polen marcan el rumbo.
Quiero asirlo, pero no puedo: es de
agua,
recoger la espuma y no alcanzo: se
aleja,
respirar su perfume,
pero no es de aquí: resuena en mi
cabeza.
Con dedos lisos golpea los postigos
y abre los picaportes:
en su cama de aullidos duerme el
tiempo.
(¿Quién?, pág 9)
Humedecido por su voz colmada de afecto, continúo leyendo al poeta.
Carlos Enrique Cartolano
03.01.2016
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